La revolución es una quimera
eterna…
“Cerca de la revolución
El pueblo pide sangre,
Cerca de la revolución…”
(Charly García, “Cerca de la revolución”)
La política debe estar y
debe surgir, necesariamente, de la insatisfacción. La voluntad de participar y
militar por una causa que se supone más justa, lleva en sí misma un ansia de
cambio que difícilmente puede ligarse a la satisfacción. Las ganas de cambiar
lo que está mal y de mejorar lo que se ve defectuoso, es la que nos lleva a
plantearnos la participación y la promoción del cambio político por una
propuesta superadora. Esa voluntad de cambio puede tener distintas
connotaciones y las formas de definirlas han ido variando con el correr del
tiempo; así como también se ha modificado el significado del concepto encerrado
en la misma palabra. Los que estamos en Historia sabemos cómo el devenir es
dinámico, incluso para el lenguaje. No podemos ignorar que el sentido de las
ideas también es parte de esa evolución.
Cambia, todo cambia…
La conceptualización es
parte esencial de toda ciencia. Y así como las sociedades, los conceptos y las
ideas también son parte del devenir histórico. Y tal como a los cambios y
alteraciones, también las personas y las sociedades son resistentes a las
modificaciones en las ideas, en las estructuras mentales. Y nos cuesta entender
cómo esas ideas pueden llegar a modificarse, cómo es posible que antes lo que
hoy se considera como cierto en el pasado hubiera sido de otro modo y en el
futuro sea dudoso e incierto. Pero para que esto no se convierta en un divague
intelectual, vayamos a los ejemplos concretos.
El concepto de tecnología es
quizás uno desde siempre, pero ha sido tomado desde sus diferentes acepciones y
con diferentes sentidos. Los docentes sabemos que, al dar una clase de
Historia, nos topamos con la incomprensión de los alumnos que no alcanzan a
dimensionar lo que es la tecnología. El paso de la piedra tallada a la piedra
pulida, del Paleolítico al Neolítico, supuso un avance tecnológico que llevó
miles de años concretar para la humanidad. Pero a los chicos no les entra en la
cabeza la idea o el concepto de que algo comprenda tecnología cuando no lleva
un microchip. Las primeras herramientas hechas a piedra y madera no son vistas
de otro modo que utensilios artesanales (que lo son), pero no como tecnología.
¿Cuál es la diferencia entre lo que son a fines prácticos y lo que son
conceptualmente hablando? Que esos utensilios artesanales lo eran y lo son en
la actualidad; pero hoy, apenas son un accesorio irrisorio fácilmente
reemplazable por más y mejores herramientas realizadas con tecnología de punta,
es decir, de última generación. Aquella tecnología es, además de obsoleta,
anacrónica. Por eso nuestra sociedad no la percibe como tal. Pero en su
momento, no puede negarse que fue tecnología.
Millones y miles de años
pasaron entre los diversos saltos
tecnológicos y los últimos se dieron de manera abrumadora, casi en un abrir y
cerrar de ojos, si comparamos el avance tecnológico de la piedra con el de la
comunicación a distancia, por ejemplo.
Cambiaste de tiempo y de amor,
De color y de fronteras;
Cambiaste de sexo y de Dios,
y de música y de ideas…”
(Charly García; “Viernes 3AM”).
Los sistemas políticos y
económicos también tienen sus tiempos históricos y sus evoluciones (o
involuciones, depende de cómo quiera vérselos). No descubro nada nuevo al
comentar esto, pero no está mal recordarles a nuestros amigos de Historia Nacional y Popular que la
Historia fue dividida en edades y las mismas se corresponden con unos sistemas
económicos y políticos, respectivamente, que describiremos a muy grandes rasgos
y con las imprecisiones y falencias a que nos puede llevar el exceso de
resumen.
A la Edad Antigua le
corresponde el modo de producción esclavista como forma económica, de acuerdo a
la acepción de Marx, a la que adherimos, y la forma política que la hace
posible es el imperio. La conquista imperial permite esclavizar y sostener esos
grandes dominios que a todo lo hicieron posible: desde Sumeria a Roma, pasando
por los persas y los griegos, la esclavitud hizo posible cada uno de esos
logros que la llamada “civilización occidental y cristiana” reivindica como
propias, como fruto del progreso y la madurez intelectual y científica,
especialmente en el caso de los griegos y romanos.
A la Edad Media le
corresponde el modo de producción feudal como forma económica y política. Aquí
el poder político se halla disperso y su monopolización tiene un carácter
religioso: el Papa es la máxima autoridad política del “continente” europeo. La
servidumbre fue posible gracias a la dispersión política y la inexistencia de
Estados poderosos con capacidad para ejercer el control militar y policial de
los territorios. Este queda, entonces, en manos de los señores feudales, que se
convierten en la figura política, económica, militar y judicial de los feudos.
Los reyes no tienen jurisdicción más que nominal sobre el territorio de estos
caballeros, con quienes tienen que hacer constantes acuerdos para tenerlos de
sus lados.
A medida que el tiempo
avanza hacia el presente, se complejiza el análisis y, por lo tanto, también
sus conceptualizaciones políticas, económicas y sociales. Pero también, los
tiempos políticos, como en la tecnología, se tornan vertiginosos.
La Edad Moderna no tiene, en
la concepción marxista de la Historia, más que una definición imprecisa que es
un modo de producción precapitalista, con predominio, en su forma económica,
del mercantilismo. Al mercantilismo no se lo considera capitalismo, a pesar de
que la acumulación de capital figura entre sus principales virtudes, puesto que
su forma de acumulación no está basada en la plusvalía (ya hablaremos de ello,
luego) y además, gran parte de Europa se encuentra aún bajo el predominio del
modo de producción feudal, por eso es una etapa de transición entre el
feudalismo y el capitalismo, muy bien descripta por Perry Anderson. Su forma
política predominante será más compleja: la monarquía absoluta, de fronteras
adentro, y hacia afuera, en lo que Immanuel Wallerstein denominó
“economía-mundo”, la colonia o el colonialismo se presenta como forma de
dominación y América como el continente paradigmático en tal sentido.
La evolución del mercantilismo
comercial derivó en una nueva forma de apropiación que rompió con todas las
estructuras conocidas. El capital acumulado comienza a invertirse con la
finalidad de volver a reproducir esa acumulación, pero a mayor escala. La idea
de ganar más y más se hace carne y el salario comienza a generalizarse con la
aparición de la fábrica y ya nada vuelve a ser lo mismo. Aparece pues, la
plusvalía y, con ello, el capitalismo. La plusvalía, explicado en pocas y
groseras palabras, es salario no pagado; esa parte de la ganancia que genera el
trabajo del hombre y que se lo apropia el dueño de la fábrica. Por eso mismo,
Marx define al capitalismo como el sistema de producción basado en la
acumulación de plusvalía. Y aquí la forma política correspondiente se plasma
bajo el signo de las naciones. Los países aparecen como formas políticas y
unidades territoriales con formas de gobierno determinadas: la monarquía
comienza a ceder ante el avance de las repúblicas burguesas y, más tarde, los
socialismos rebeldes al imperio del capital.
“Si algo ha cambiado eso es nosotros
El otro cambio,
los que se fueron.”
Litto Nebbia; “El otro cambio, los que se fueron”.
Ahora sí, vamos al nudo del
asunto. Estas conceptualizaciones, no son otra cosa que esquematizaciones
teóricas para una mayor comprensión de la ciencia que estamos estudiando, la
Historia, y para una compartimentación a fines de estudiarla con más facilidad.
El mismo Marx nos aclara que los modos de producción son sistemas ideales que
nunca se presentan en estado puro. Por lo tanto, conviven en cada sistema
político, formas económicas, sociales, etc., que pertenecen a otros modos de
producción y reciben el nombre del modo de producción con mayor “presencia”,
digamos. ¿O acaso no tenemos como mejor representante de la sociedad feudal en
el capitalismo contemporáneo, a los personajes de la nobleza europea que salen
en las revistas de la alta sociedad como “Hola”?
¿No recorrió el mundo la foto de la duquesa de Alba, casada con un joven a
quien triplicaba en edad? ¿Acaso el de duquesa no es un título nobiliario
medieval? ¿Acaso ser reina de Holanda, de lo que muchos argentinos presumen, no
es un vestigio de un sistema político decadente?
Los conceptos se transforman
todo el tiempo y, contra ello, las personas luchan por sostenerse en los
sistemas políticos que les brindan la posibilidad de poseer una hegemonía de
poder. Por ello, las personas, las clases sociales, insisten en mantener su
hegemonía y sostenerse en la cima generando tensiones y conflictos propios de
la Historia; “la Historia de la humanidad es la Historia de la lucha de clases
y de la explotación del hombre por el hombre”, diría Carlitos Marx. Las clases
dominantes luchan por conservar el orden en el que predominan hegemónicamente;
y el devenir histórico de los pueblos avanza, irremediablemente, hacia el
cambio de esas estructuras, pugnando por cambiar lo que las clases dominantes
luchan por conservar. La tensión entre concepto y sistema político se define a
favor del cambio: ambos lo hacen, ambos se transforman. El concepto va mutando
porque las estructuras de análisis son rígidas sólo hasta que cambian en el
terreno de la praxis; y los sistemas políticos se transforman porque la
naturaleza histórica los obliga.
De esta manera: ¿el
capitalismo hoy día es el mismo que el que analizaba y definía Marx?
Definitivamente, no. El capitalismo hoy en día (sin adentrarnos demasiado
porque no es el tema convocante) no se basa en la acumulación de capital por
medio de la plusvalía. En la actualidad, me atrevo a definir (y disculpen la
osadía) que estamos atravesando una transición que, de acuerdo a los tiempos
históricos, puede llevar como mínimo unas varias décadas, y que este momento de
“capitalismo financiero” (ya la acumulación se produce a través de la
especulación de la renta financiera más que de la apropiación de plusvalía)
derivará en toda eliminación de capitalismo.
“Si algo ha cambiado, eso es nosotros
por suerte, hermano, después de todo
sobrevivimos a la gran pálida:
mata podernos encontrar”
Alejandro Del Prado; “Tanguito de Almendra”
Y dentro de estos cambios y
conceptualizaciones, el concepto de revolución se nos vuelve complejo, difícil
de atrapar aunque no imposible. Este concepto supone el cambio radical de las
estructuras económicas sociales y políticas; se sabe, además, que ese cambio no
afecta inmediatamente las superestructuras (jurídicas, culturales, mentales,
etc.) que son menos propensas al cambio. En una revolución, el poder cambia de
mano y muda de una clase social a otra, porque en política, siempre, lo que
está en juego es la toma del poder. No necesariamente ese cambio de manos en
las relaciones de poder representa siempre una evolución: la revolución
neolítica (la agrícola y urbana, años 5.000 a 3.000 a.C. aproximadamente)
significó la aparición de las estructuras de dominación, la aparición de las
clases dominantes, de los primeros Estados y de relaciones económicas de poder,
por ejemplo. Los saltos evolutivos en la Historia de la humanidad, los cambios
de edades, no fueron siempre producto de la lucha de clases: la rebelión de los
esclavos no acabó con el modo de producción esclavista y la rebelión de los
siervos no existió para dar fin al modo de producción feudal. Los cambios
fueron producto del estallido de las propias contradicciones de cada sistema
económico y del agotamiento de las condiciones en las relaciones de poder. Pero
el último gran cambio de era, de la Edad moderna a la Contemporánea, sí fue
producto de la lucha de clases y la burguesía pone fin a las monarquías
agudizando esas contradicciones y acelerando los cambios. El cambio
revolucionario, el de la Revolución Francesa, se presenta conflictivo, pero
sobre todo, violento. El resto de las grandes revoluciones sostenidas en el
tiempo de manera más o menos continuada, debieron darse definitivamente de forma
violenta: los procesos emancipatorios de las colonias americanas, la Revolución
Rusa, la Revolución Cubana, etc. De allí que el concepto de cambio
revolucionario encierra la trampa de la brusquedad y la violencia como
condición sine qua non para ser considerado como cambio revolucionario.
Pero, hete aquí el quid de
la cuestión, las revoluciones tuvieron distintas formas a lo largo del tiempo y
no siempre se expresaron de manera violenta, como acabamos de ver. ¿Podemos afirmar,
entonces, que se hayan producido revoluciones o cambios revolucionarios dentro
del capitalismo sin que medie la violencia? Y siempre, irremediablemente,
cuando hablamos de algo que la ortodoxia marxista y el liberalismo europeo no
contemplan en los libros de Historia, debemos volcar la mirada al peronismo.
El peronismo se constituye
en alternativa de poder desde y al margen de los sectores dominantes. Se constituye
desde dentro del poder y, como una fuerza centrífuga y centrípeta expulsa e
incluye. Expulsa a los sectores de poder tradicionales; incluye a los
postergados. Ese vaivén no es rígido, sino que, por las características propias
de las superestructuras de toda sociedad capitalista, hay sectores postergados
que se sienten incluidos y sectores dominantes que aborrecen las injusticias
del sistema. Por ello, hay una composición socioeconómica variopinta en el
movimiento. Reflejo de la sociedad, por supuesto. Y en esto no se diferencia de
cualquier otro movimiento, por más que ciertas ortodoxias lo quieran ver
distinto; por ello, Marx y Engels no tenían una procedencia de clase obrera,
precisamente, ni Adam Smith era representante de la burguesía, aunque sí de sus
ideas. El peronismo se erige revolucionario incluyendo a todos los sectores
sociales en su seno, y eso es lo que lleva a dudar a la ortodoxia sobre su
carácter revolucionario. Y allí es donde avanza, sin parecer pero siendo,
cambiando estructuras, revolucionando, modificando e imponiéndose como
alternativa de poder concreta. La clase obrera se integra social, política y
económicamente. Las conquistas sociales para los sectores postergados se
convierten en parte de las superestructuras de manera veloz, vertiginosa, de
modo que ya no hay forma de volver atrás. La revolución, ya se hizo: los
obreros integrados y con una movilidad social ascendente ya son parte de la realidad
concreta de los argentinos cuando se produce el golpe de Estado de 1955. Al
intentar retornar a la Argentina pre-peronista, la realidad les demuestra que
eso era imposible.
Sostener la revolución peronista resistiendo al avance
militar implicaba una guerra civil que el propio Perón se empeñó en evitar.
Porque es posible convertirse en alternativa de poder sin los sectores del
poder dominante, sólo mediante una revolución radical –entendiendo a una
revolución como un cambio brusco de las estructuras políticas, económicas y
sociales que modifiquen las relaciones de dominación y subordinación entre las
clases sociales en pugna-, lo cual no se daría en términos pacíficos y, por
supuesto, en una situación de correlación de fuerzas absolutamente
desfavorable. Esa derrota, Perón lo sabía, derivaría en un fuerte retroceso de
los avances logrados.
El
carácter plenamente revolucionario de su gobierno es algo admitido aún hasta
por los historiadores antiperonistas más emblemáticos, como Tulio Halperín
Donghi, quien lo reconoce desde la redefinición de las relaciones entre los
grupos sociales[1]
y en la transformación en el equilibrio político-social y la ruptura con todas
las tradiciones políticas previas[2].
“Cambios, cambios, necesitamos,
¡Cambios!”
(Pappo; “Héroes del asfalto”).
¿Qué decir entonces del
kirchnerismo? América Latina está viviendo tiempos de cambios acelerados y
compulsivos. Lo que parecía imposible, luego de diez años de menemismo casi se
logra, que es la eliminación de los avances conquistados por el propio Perón.
Ecuador, Bolivia, Brasil, Venezuela, Uruguay y Argentina recuperaron las
políticas de los nacionalismos populares previos y Lula recupera lo mejor del
varguismo así como Kirchner devuelve a la Argentina lo mejor del peronismo. El
resto, se abre paso a los golpes para crear nuevos nacionalismos populares de
carácter indiscutiblemente revolucionarios. La incorporación de los sectores
postergados por parte de Chávez y Correa, no se discute. La irrupción de los
pueblos originarios mayoritarios en la sociedad boliviana y reconocidos ahora
por Evo, no merece la más mínima duda. Pero la composición social (más urbana y
clase media) y las experiencias políticas previas de sus propios nacionalismo
populares, hace que los cambios impulsados por el lulismo y el kirchnerismo
parezcan menos radicales. Y el conservadurismo de la sociedad uruguaya, que no
se atreve, al igual que el poder brasileño, a juzgar a sus propios militares
asesinos, por ejemplo, hace que los avances se vean frenados por coyunturas
mezquinas, lo cual no signifique que sus cambios no hayan logrado avances
favorables a los sectores más postergados.
La duda que se plantea es:
¿Cómo es posible que se atreva a afirmar que el proyecto nacional y popular
argentino sea revolucionario, siendo que no acaba con los poderes establecidos?
¿Se puede ser revolucionario con Monsanto, la Barrick y la mar en coche? Nos
remitimos a lo dicho previamente y… si. Vivimos en una sociedad culturalmente capitalista,
con una contradicción enorme entre aborrecer los estragos económicos del
capitalismo y adorar los placeres materiales que nos brinda. Romper con las
estructuras y superestructuras del sistema implica ir en contra de lo que la
sociedad quiere. Romper con los poderes establecidos supone avanzar sobre
intereses y privilegios que aún gran parte de esta sociedad defiende aunque no
le pertenezcan. El avance sobre las retenciones a la renta extraordinaria a las
exportaciones sojeras, lo demostró: aún la autodenominada “izquierda” marchó
por las calles del país defendiendo los intereses de los sectores
terratenientes. A su vez, acabar con el monocultivo de soja es acabar con una
ventaja natural (Adam Smith estaría chocho de poder ser citado por un
peronista) que, hasta el momento, nos permite avanzar como sociedad en las
políticas sociales internas y en los compromisos financieros internacionales.
Se habla también de que para ser revolucionario no hay que pagar la deuda.
Entonces habría que poner, junto a la bandera del Che, la de Adolfo Rodríguez
Saá, que planteó el no pago pero jamás, ni aún como candidato, intentó proponer
avances como los ya logrados.
La sociedad no quiere
cambios bruscos. Pero menos aún, está dispuesta a tomar las armas para detener
el avance de los intereses financieros internacionales ni de los sectores
tradicionalmente dominantes de la Argentina. En muchas casos, sabemos que hasta
implicaría tener que disparar contra el pariente o amigo gorila que defiende a
Videla o está a favor del campo u odia que los “negros” cobren sus distintos
planes de asistencia social, aunque quien se queja no esté despotricando desde
el púlpito de la Sociedad Rural sino desde un barrio bajo de La Matanza.
Dentro de lo que las
superestructuras mentales permitieron, se lograron avances revolucionarios:
recuperar las paritarias; incorporar a todo el universo de viejos a una jubilación
aún sin haber hecho aportes; generar condiciones de estudio más dignas con
alumnos alimentados, bien vestidos y con recursos materiales y tecnológicos;
nacionalizar, de a poco, para recuperar el patrimonio nacional; realizar una
política de ampliación de derechos que ya no tiene forma de retroceder
(matrimonio igualitario, muerte digna, etc.) y poner sobre el tapete para
avanzar más en tal sentido (despenalización del consumo de drogas, ley de
interrupción del embarazo, etc.) y tantos logros más, no pueden tomarse a la
ligera. Perón también gobernó con el sector tradicionalmente dominante presente
y expectante; y ya nadie niega su carácter revolucionario. Negarle las mismas
virtudes a este gobierno porque comete los mismos “pecados” que en su momento
mereció el mismo cuestionamiento, no es de análisis serio, sino de necios.
Quien quiera oír… ¡Que oiga!