LA RESPONSABILIDAD
DE LOS INTELECTUALES
Noam Chomsky nos indica, en un viejo artículo de los 60 que
lleva este mismo título, que el deber de los intelectuales consiste en decir la
verdad y denunciar la mentira; es el principio básico y la responsabilidad
máxima de un intelectual, para evitar, con ello, los grandes males que aquejan
a sus países. Ello, nos conduce al viejo dilema de establecer quién conoce la
verdad y cuántas verdades hay.
En un mundo como el actual, el acceso a la información está
ampliamente facilitado para el ciudadano común, inclusive. Lo que permite que
el intelectual tenga más posibilidades de analizar la realidad y llegar a la
verdad, o SU verdad, si se quiere de este modo.
También los pueblos tienen un grado de responsabilidad sobre
lo que sucede en sus países, aunque el alcance es mucho menor. Cuando la
información es restringida o se encuentra sesgada, la manipulación informativa
influye para que la masa ignore ciertas aristas de la realidad a las que no les
resulta sencillo acceder. Ello es objeto de debate, nos dice Chomsky, tanto
para determinar la responsabilidad del pueblo alemán y su complicidad ante el
nazismo así como la del pueblo norteamericano ante Hiroshima, Nagasaki o
Vietnam. Los pueblos, aunque menor su responsabilidad, son también los
artífices de los flagelos que sus naciones cometen.
Hay excepciones comprensibles, claro. En nuestro país, la
pasividad popular ante el avance dictatorial durante la dictadura de 1976, no
fue siempre cómplice. El terrorismo de Estado tuvo como premisa la instauración
del miedo en la población lo que conllevó inmediatamente al quebranto de los
lazos solidarios que históricamente caracterizaron al pueblo argentino. Pero la
aplicación de la teoría de los dos demonios no cae del cielo como una
revelación de Samás, Ra, Buda o Jesucristo. Es, ni más ni menos, que una
producción intelectual. Es decir, que los intelectuales producen de acuerdo a
opiniones formadas, preconceptos, lecturas tendenciosas o intereses creados.
Pero jamás lo hacen desinformados. A lo sumo, descartan cierta información por
considerarla improcedente aún antes de haberla analizado, y esto porque
desconfían de la procedencia. Ejemplos hay muchos y ya nos extenderemos sobre
ellos.
Intelectuales hay de toda laya. Están quienes se equivocan
honestamente, es decir, muchos. Están quienes pretenden no equivocarse y se
convencen y quieren convencer a todos que lo que plantean es irrefutable; es
decir, muchos más aún. Y los hay quienes intentan plantear sus teorías dejando
puertas abiertas a los interrogantes y no dando por sentado más allá de lo que
se intenta probar con los elementos que uno dispone; que no son muchos. Pero
los hay quienes se ponen al servicio de intereses que los contienen de diversas
maneras (ideológicamente, económicamente, socialmente, etc.) y acomodan las
teorías que desarrollan de acuerdo a esos intereses. Y para que se acomoden,
mienten, ocultan información, ignoran otra o descalifican al oponente con
distintas artimañas para lograr imponerse. Son los mandarines, como los llamó
Chomsky y popularizó el “Indio” Solari en una canción de los 90. Para ellos
todo vale.
Estos mandarines pueden hablar sin ton ni son, y ya veremos
algunos ejemplos de la política o la Historia doméstica. Uno de ellos,
basándose en las fuentes gubernamentales de los Estados Unidos, Arthur
Schlesinger, alegó en 1962, que los vietcong habían sufrido 30.000 bajas en una
tropa regular de 15.000 guerrilleros (“A thounsand days”, p. 982, 1962). Por
supuesto que lo hace en un momento en que se produce la escalada armamentista
del complejo militar industrial y, además, se promueve la participación del
imperio en Indochina, cuando nadie aún tenía conciencia de en qué parte del
mapa ubicar la región.
¿Se puede ser honesto intelectualmente en medio de tantos
conflictos de intereses? Se puede. Resulta difícil, pero se puede. Está la idea
masificada de que un intelectual, si trabaja para alguien, responde a los
intereses de su salario. Algunos pueden hacerlo. Muchos. Otros no. Los menos.
Pero los hay. Citaremos un ejemplo clarísimo, que se da en el sitio más
inesperado, el del periodismo deportivo: es el caso de Ezequiel Fernández
Moores. Este incisivo periodista que investiga los intrincados intereses que se
manejan alrededor del mundo de la pelota y las instituciones que lo manejan,
analiza el negocio del balompié en el contexto del capitalismo salvaje. Hace ya
varios años que el Diario Olé, del Grupo Clarín, lo echó; también es cierto que
un grupo periodístico con intereses similares a Clarín no quiso perderse su
calificada pluma y lo llevó antes que alguien se lo quite. Hablamos del Diario
La Nación. En ningún caso, este periodista dejó de escribir como lo hizo
siempre, sin importarle a quién tuviera enfrente; su calidad lo mantiene a
salvo y siempre encontrará trabajo. Pues ése es el mayor miedo y la peor excusa
que utilizan estos mandarines: “tengo que comer”, se convierte en la bandera
que encolumna a muchos detrás del vil metal y por la que venden su pluma y su
ideario. En el otro extremo, Gustavo Grabia mantiene su puesto en el mismo
diario deportivo porque a pesar de hacer una cuidadosa investigación sobre la
barra brava de Boca Juniors, se cuida muy bien de no denunciar los negociados y
las relaciones que, aún hoy, mantiene un ex presidente del club volcado luego a
la política y con recientes aspiraciones presidenciales.
Hablar de honestidad intelectual, en este caso, sería una
investigación que deje a Mauricio Macri en el lugar que debe quedar, más allá
de los negocios e intereses que mantenga el Grupo Clarín, empleador de Grabia,
con quien quiere ser futuro presidente de la Nación (Podemos hablar de casos
más notorios y evidentes, pero decidimos no caer en los mismos remanidos
ejemplos; ellos, quedan a criterio de ustedes, queridos lectores, diría una
famosa modelo caída en desgracia).
¿Se puede ser honesto intelectualmente y adherir a una
ideología? Es éste otro de los grandes interrogantes que suelen plantearse. Porque
claro, quien defiende una ideología va a opinar en función de ella y acomodar
sus sentencias de acuerdo a esos intereses. De ello, hay mucho. También hay
salarios de por medio. (Sin ir más lejos, he sido acusado varias veces de
cobrar un salario por opinar como lo hago, aunque mis ingresos provengan de una
profesión que requiere de ciertos conocimientos para llegar a ocupar un espacio
y luego así, obtener un salario -que tampoco es muy generoso, que digamos, pero
que sirve para vivir dignamente-). Porque hay intelectuales trabajando para
políticos y partidos que salen a defender lo indefendible y argumentan lo
inexplicable. O entidades de “bien público”, sin “fines de lucro”, conocidas
como ONG’s. Estas entidades o fundaciones no tienen otro fin más que el de
forjar ideología, casi y tal como lo hacen los medios de comunicación de los
que se sirven para difundir su accionar. Los casos más notables son la
Fundación Mediterránea, que lo hace abiertamente, o Greenpeace, que lo hace
veladamente.
Las ideologías son sistemas de pensamiento que engloban un
ideario abarcativo, que incluye lo económico, lo político, lo social, etc.
Hacemos hincapié desde este espacio en lo ideológico, porque la ideología es
algo que toda persona tiene. Aún aquellas que se dicen “independientes”. Cuando
se habla de la inclusión social, uno no está creando nada nuevo. Lo mismo
cuando se habla de que los habitantes de la provincia de Buenos Aires no
deberían usar los servicios públicos estatales (educación, salud, etc.) de la
Capital Federal. No estamos hablando de teorías novedosas. Cuando escuchamos
hablar a alguien que nos parece que emite un brillante y atinado comentario, no
está creando ideología; la tomó prestada de alguien a quien escuchó o leyó. Quienes
producen ideología o teorías son menos de los que quisiéramos; son muy pocos.
Los demás, somos consumidores. La producción intelectual es portadora de
ideologías. Todos la consumimos y optamos (algunos) por la que nos parece más
apropiada o tomamos (muchos) lo poco que recibimos de acuerdo a nuestros
condicionamientos socio-culturales. Condicionamientos que nos obligan a
“pertenecer” según cómo fuimos educados, ya que sería imposible que un Alfa
Romeo entre en Fuerte Apache con ánimos de hacer amigos, así como el de ese
barrio no podrá tener éxito intentando lo mismo en los bares de Recoleta.
Aunque esto es harina de otro costal y tema para debates más amplios.
La honestidad intelectual ideológica va de la mano con el
rigor científico. Un intelectual sabe cómo investigar para verificar la
información, tanto como lo sabe el periodista que se llena la boca informando
sobre el “chacal” que produjo la “masacre de Pompeya” y una década después
tiene que desdecirse por padecer de pereza investigativa o intelectual e
informar debidamente. Así como el periodista que informa sobre las carencias de
la provincia de Formosa, reales, por supuesto, sin informar que esas carencias
siempre estuvieron (¿es necesario aclarar que Formosa es, históricamente, una
de las provincias más pobres del país?) y si en realidad hubo avances o cambios
estructurales en esa realidad. Un estudio intelectual medianamente serio, requiere
al menos esa premisa básica: el análisis comparativo forma parte del ABC
analítico en el trabajo del intelectual. Olvidarlo no forma parte de las
posibilidades; un gomero no desarmaría jamás una goma pinchada para volver a
armarla sin ponerle el parche. Esa sería la analogía pertinente.
No existen ideologías, gobiernos e intereses perfectos y
puros. Todo es perfectible y el intelectual debe defender aquello que considera
correcto con armas limpias y sin dejarse arrastrar por el calor de las ideas
que se apropia a menos que la nobleza de sus intenciones acuerden con la
nobleza de sus postulados. Investigar y corroborar la información y determinar
las fuentes de la misma, así como los intereses que la mueven, es un deber
elemental de un buen intelectual. Y repetir falsedades o falacias desde la
tarima del sofista, nos convierte en títeres de voluntades ajenas y nos mueven
a jugar juegos que jamás quisimos. El último ejemplo: no existe una sola fuente
(ni una sola) que corrobore la participación de Alicia Kirchner en cargos
ministeriales durante la última dictadura. Todo lo referente a esta información
está en potencial (que es el lenguaje del intelectual para evitar demandas
judiciales, y el tiempo verbal indica que podría ser como no) y la
justificación de la falta de documentación que la avale se debe a que “habría”
sido destruida. Mientras nada se prueba, se populariza la colaboración de la
actual ministra con la dictadura, cual si nada importara. El otro extremo, es
el probado cargo público que ejerció Elisa Carrió en la Justicia chaqueña. Pero
confundir ese cargo menor (al decir de cierto CEO mediático) con una
participación genocida es, a mi entender, al menos exagerado. Hoy por hoy, cada
una de estas dos mujeres se lavan o condenan por sí solas en su accionar. No
necesitan de burdas operaciones mediáticas movidas por intelectuales al
servicio de cualquier ideología. Un intelectual debe saber cuáles son los
parámetros para analizar realidades políticas, más allá de cualquier ideología.
Venerar al ex presidente Humberto Illia como democrático (siendo que colaboró
con la prescripción de la mayoría política) sólo porque fue “honesto”, no alcanza
para determinar las virtudes políticas de nadie. Otro que también fue “honesto”
y murió habitando la misma vivienda que tenía antes de ser presidente, fue
Jorge Rafael Videla. Y difícilmente podemos asegurar que su honestidad sea una
virtud que añoráramos para recuperar valores que creemos perdidos. Se recuperó
la credibilidad en la clase política y la política como herramienta de cambio.
Y no es poco. La perfección y la superación de errores son una construcción
diaria que, en este clima social, tiene muchas chances de producirse. Lo demás,
es cháchara, diría un oscuro personaje ligado al peronismo de los 70 y 80.