miércoles, 16 de noviembre de 2011

Sobre Khadafi, Gandhi, la Madre Teresa y demás yerbas… El mito del revolucionario sumiso



A la memoria de Claudio Díaz,
con quien, en épocas de Jotapé,
supe nutrirme de información
sobre Oriente Medio.

Resultó extraño (e impactante), además de doloroso, para muchos de los que crecimos leyendo el “Libro Verde” y envidiando la suerte del pueblo libio, que tenía un líder que además de haberlo liberado de un soberano entreguista vivía jaqueado por el imperio y no se amilanaba ante ello, pues, resultó extraño, decíamos, ver las imágenes que la TV nos entregó con tanta generosidad sobre los últimos minutos de vida de Muammar El-Khadafi. Por supuesto, puede haber mucho de idealización en todo ello, y no dejamos de admitir que en los ´90 cantábamos en las marchas populares el casi clásico “Olé, olé, olé/Saddam Husseim”; pero no es menos cierto que los grandes medios de comunicación presentan al líder libio como el gran dictador, quien estuvo 40 años en el poder y merecía terminar como terminó, así como los análisis un tanto más sesudos –pero no menos funcionales a los mismos intereses- intentan presentarlo como quien se mantuvo en el poder pues “jugó” a favor del imperio y de golpe se les rebela y así le va. Es decir, se mantuvo 40 años en el poder sólo porque a los yanquis les servía. Esto equipara a Khadafi a cumplir el mismo rol que han cumplido en su momento y con la misma eficacia Osama Bin Laden y Saddam Husseim, es decir, aliados del imperio que dejaron de ser funcionales vaya a saberse porqué (ninguno de estos craneados análisis nos lo explica) y tuvieron su triste final porque, seguramente, los venció la codicia. Pero también no es menos cierto que incluso muchos llegamos a ponernos contentos porque Menem llegaría al poder en el ´89 con el apoyo del líder revolucionario que “bancaba la campaña desde Libia”, o sea, el rumor nos hizo confiar en uno porque el otro estaba detrás. Lo que vino después, nos confirmó que eso era sólo un rumor.
Días atrás tuve una clase muy interesante con los alumnos de segundo año, chicos de 14 y 15 años. Los diálogos, para los docentes, son siempre comparativos, ya que utilizamos los saberes previos para remitirnos a conceptos más abstractos y de allí, obtener resultados más eficaces. El tema era la democracia, la dictadura y las diversas formas de ejercerlas. En esos días era inevitable remitirse a esas dolorosas imágenes, las de un hombre que estaba siendo vapuleado hasta la muerte por una desenfrenada ¿multitud? Los alumnos, en su preclara inocencia, relacionaban las imágenes con el discurso multimediático que recibían: dictador, rebelión popular, fuerzas de liberación y hasta… ¡terrorismo! Comencé a hilvanar preguntas para que ellos obtengan las respuestas a partir, también, de lo que ellos saben. Cualquier malpensado diría que las preguntas estaban dirigidas de manera malintencionada para obtener las respuestas que hubiera querido oír, por lo tanto paso a transcribir, palabras más, palabras menos, el diálogo con los chicos una vez que surgió el tema:
-          ¿Y ustedes escucharon por qué lo mataron a Khadafi?
-          Porque era un dictador –dijo Mayra-.
-          Y además era un terrorista –afirmó Maxi-.
-          Y estuvo como cuarenta años de dictador –redondeó Brian-.
-          ¿Ustedes recuerdan lo que pasó acá, en la Argentina, en el 2001?, pregunté.
-          ¡Sí, los saqueos! –dijeron unos cuantos al unísono.
-          ¿Y qué pasó con el presidente argentino, que no era dictador?
-          Se tuvo que ir en helicóptero –dijo Luz, demostrando mucha memoria para su edad.
-          ¿Y por qué? –pregunté esperanzado de encontrar la respuesta clara y sencilla.
-          Porque la gente estaba en las calles, en la plaza, pidiendo que se vaya –dijo otro Brian.
-          En el barrio quemaban gomas en las esquinas para que no pasen los saqueadores, recordó alguien más.
-          Es decir que había grandes multitudes exigiendo que se vaya el presidente, ¿no?
-          ¡Y, si! –contestaban con gesto de que estaba preguntándoles algo muy obvio.
-          Y esas multitudes… ¿Las vieron avanzando sobre Khadafi o celebrando estar liberados del dictador? Porque las imágenes que yo vi eran las de algunos carros de combate con soldados disparando al aire, pero de pueblo feliz en las calles, como en el Bicentenario, no vi nada. No hubo miles, cientos de miles o millones celebrando. Quizás ustedes sí lo vieron… ¿Alguien lo vio?
En ese momento se quedaron en silencio. Y cuando les dije que Libia está asentada sobre una gran reserva del petróleo más fino del mundo, me miraron con una sonrisa y dijeron “¡Ah! ¡Ahora sí!”. Les quedó clarísimo. Cuando les expliqué que el supuesto terrorismo de los países árabes se debía a las imposiciones de Occidente, comenzando con la instauración del Estado de Israel en territorio palestino, como cabeza de puente para el dominio de las potencias sobre las zonas petroleras, dominio que intenta concretarse desde 1947 hasta hoy con estos resultados, que incluyen bombardeos y guerras contra Palestina, El Líbano, Irán, Irak y la misma Libia, entre otros países, el concepto de terrorismo quedaba entonces muy difuso. Así como difuso estaba también ese objetivo de “liberar” a un pueblo de un dictador, si es que ese es el verdadero fin. ¿Acaso hubo el mismo empeño en Egipto, hace unos pocos meses? ¿No es la misma comunidad internacional que, desesperada por acabar con Khadafi, no hizo el más mínimo intento de frenar el avance golpista en Honduras, hace apenas un par de años?
El de Oriente Medio es un tema tan embromado que veo que hasta los propios compañeros del campo nacional y popular se abstienen de emitir opinión por temor a quedar a contramano o en orsay sobre asuntos que no manejamos con tanta precisión, como el de ubicar a la Carrió en el lugar que se merece cuando le agarra la incontinencia verbal y la diarrea de palabras chorrea de entre sus labios sin que tengan un orden, reglas ortográficas o signos de puntuación convenientes. Y, del mismo modo, todos horrorizados se pronunciaron sobre el pase a la clandestinidad… perdón, a la resistencia al régimen de la líder de la Coalición Cívica mientras gruñía sobre la tiranía cristinista comparándola con Khadafi. Cuando la queja era “¿Cómo se atreve a compararla con Khadafi?”, quedaba por sentado que éste era un dictador hecho y derecho con todas las letras. Pues claro, para muchos no hay discusión al respecto, pero nosotros, como acostumbramos acordar en muy poco con muchos y en mucho con casi nadie, no coincidimos en considerarlo un dictador; aquí debatiremos si Khadafi era un revolucionario o no, pero por lo demás…
Para ello estableceremos cuál es el paradigma del buen revolucionario o el revolucionario políticamente correcto. Porque, como dejamos sentado en el artículo del “Silogismo para logis”, ser revolucionario no está muy bien visto, salvo que cumpla ciertos prerrequisitos, los cuales serán debidamente detallados con un par de ejemplos que levantarán polvareda.
* El buen revolucionario será, ante todo, alguien que lucha contra la tiranía de un dictador que no permite el desarrollo y el progreso dentro de los cánones de la civilización occidental y cristiana. Es decir, liberalismo político y económico.
* Los tópicos o temas que defenderá la lucha de todo buen revolucionario, serán: la libertad de expresión, la libertad de empresa y la libertad de enriquecimiento y/o empobrecimiento económico de acuerdo a las capacidades de cada individuo.
* La lucha del buen revolucionario será siempre en los términos que la ley contemple, es decir, no coartará la libertad de tránsito, por ejemplo, con un corte de calle y/o piquete.
* Las formas de combatir las desigualdades del sistema las planteará dentro del marco institucional presente, es decir, para juntar ropa para los niños pobres del Chaco acudirá a Cáritas y para el hambre en Somalia se inscribirá como voluntario en los Cascos Blancos de la ONU para repartir latitas de Dogui entre los pobres niños africanos.
* Todo cambio propuesto por el buen revolucionario será planteado siempre en forma pacífica y consensuada, de modo tal que sus demandas sean civilizadas y provoquen el menor grado de inquietud en la ciudadanía y/o sociedad civil y/o como quiera llamársele (siempre y cuando no se le diga “pueblo”).
Visto de este modo, los modelos de buen revolucionario que podemos derivar de estos parámetros son dos: el Mahatma Gandhi y la Madre Teresa de Calcuta. Son pacíficos, humildes, demócratas, plagados de frases ingeniosas (tales como “el mejor día: hoy” o “para saber reír hay que saber sufrir”) y con un marcadísimo denominador común: el amor al prójimo. Porque, ante todo, el buen revolucionario debe ser un revolucionario del amor. Y en este modelo, podemos llegar a incluir, vistos de este modo, a Claudio María Domínguez y Bernardo Stamateas, ya que hoy es más trascendente quien cambia su interior que lo exterior, puesto que así es como comienzan los grandes cambios, amén de que “no puedo hacer nada por el prójimo si primero no me superé a mí mismo”. De modo tal que a estos grandes revolucionarios de hoy día se les va la vida llevando a cabo la revolución interior que –dicen- es el verdadero cambio, mientras las grandes corporaciones y los poderes financieros se enriquecen y miles al día se mueren de hambre en el mundo.
Pero estos revolucionarios, son ante todo, sumisos. La rebelión interior que proponen sólo se exterioriza en forma de reclamos pacíficos que apenas modifican los poderes; los cambios son de forma, no de fondo. Aclaramos esto pues más de un inadvertido que ostenta el cuadro de Gandhi en el comedor con alguna de sus frases debe estar pensando, a esta altura del texto “¿Y los cambios que logró? ¿Eh?”. Los cambios fueron importantes, en cuanto lograron despojarse del poder colonial británico, pero sólo en la forma. La clase dominante siguió al servicio de los mismos intereses; de hecho, los grandes líderes indios herederos del Mahatma (Nehru, Indira, etc.) continuaron la línea de su musa inspiradora. Por ello es menester, así como establecimos cómo es un buen revolucionario, debemos establecer por qué consideramos que este buen revolucionario funcional al sistema es sumiso, es decir, de revolucionario no tiene nada:
·         El revolucionario sumiso no es antisistema. Le preocupa poco el modelo económico, lo que las clases dominantes hacen con él y cómo se distribuye la riqueza.
·         El revolucionario sumiso descree del imperialismo. Sólo Gandhi lo hizo hasta que acabó con el yugo de la dominación extranjera en su país por parte de una decadente potencia decimonónica; de allí en más, le preocupó poco la lucha antiimperialista, -y, menos aún, relacionada con el sistema capitalista.
·         El revolucionario sumiso tiene una fe inquebrantable en las instituciones. Por ello, es inevitable conceptualizarlo de esta manera, con la sumisión como estandarte. No habrá modo de arrancarle un atisbo de rebelión, porque la fe republicana no se lo permitiría y quedaría condenado a fundirse eternamente en las llamas del infierno de los impíos.
·         El revolucionario sumiso sólo se rebela ante un dictador que no le permite votar libremente para sacarlo del poder. Por ello, lo importante es que ese dictador permita el voto, ya que la democracia liberal es eficaz, sabia, justa e infalible. Si el presidente electo actúa de manera dictatorial, no se rebelará: se quejará, berrincheará y esperará el plazo correspondiente para volver a votar a otro que no lo defraude.
·         El revolucionario sumiso, por ende, es progresista, pero nunca revolucionario.
Ya hemos aclarado en su momento (Ver “Progresismo: silogismo para logis”) las diferencias importantes entre un progresista y un revolucionario. Para intentar dilucidar de qué lado estaba Khadafi en este entuerto, que nos hizo tomarle simpatía desde hace unos cuantos años atrás, no perderemos el tiempo en discursos; nos remitiremos a su biografía extraída de Wikipedia, con todas las reservas que podamos tener al respecto:
“Durante su estancia de varias décadas en el poder, promovió lo que para él fueron la ideología y el Estado socialista ideales para el tercer mundo: la «tercera teoría universal» y la «yamahiriya», respectivamente. Aunque desde 1979 oficialmente no ocupó ningún cargo público, se le atribuyó el título honorífico de «líder de la Revolución» o «hermano líder y guía de la Revolución», según declaraciones del gobierno y funcionarios de prensa.
Gadafi tras titularse como licenciado en Derecho, lideró la Revolución del 1 de septiembre en 1969 que derrocó al rey Idris I de Libia, sustituyendo el Reino de Libia por la República Árabe Libia. Como parte de su programa socialista de gobierno, Gadafi nacionalizó en la década de 1970 toda la empresa privada, incluyendo la tierra, la industria petrolera y los bancos, y permitiendo solo los pequeños negocios familiares.
Por la edad con la que tomó el poder, su imagen de militar rebelde y sus políticas izquierdistas anticolonialistas y antioccidentales y de distribución de la riqueza fue calificado frecuentemente como el «Che Guevara árabe». Quiso ser el sucesor del líder egipcio Gamal Abdel Nasser, como cabeza visible del panarabismo y del socialismo árabe e intentó en más de una ocasión, sin éxito, unificar a Libia con alguno de estos países árabes: Egipto, Sudán, Siria e Irak, llegando incluso a formar la Federación de Repúblicas Árabes entre 1972 y 1977. Adicionalmente, Gadafi hizo intentos por unificar Libia con Túnez, Argelia, Marruecos y Chad. Asimismo quiso posicionarse como sucesor del entonces presidente yugoslavo Josip Broz Tito y del político indio Sri Pandit Jawaharlal Nehru dentro del Movimiento de Países No Alineados, para convertirse en el líder de esta organización de Estados tercermundistas no alineados ni con el capitalismo estadounidense ni con el socialismo soviético.
En su ejercicio del poder tuvo varias metamorfosis en su alineación geopolítica. Al inicio de su régimen preservó cierta cercanía con Francia, pero al poco tiempo se alineó con la extinta superpotencia Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Abrazó sucesivamente el panarabismo, el anticomunismo, el pro-sovietismo, el panislamismo, el intervencionismo belicista y un panafricanismo pacifista que le convirtió en el artífice de la Unión Africana.] Especialmente en la década de los 80, fue objeto de varios intentos de derrocamiento por parte del gobierno de los Estados Unidos. Durante un bombardeo estadounidense a Trípoli, ejecutado en 1986, bajo la administración de Ronald Reagan, Hana, la hija de Gadafi, resultó muerta. Por otra parte, Gadafi fue beligerante al enviar alrededor de 3000 efectivos militares libios en respaldo del dictador ugandés Idi Amin durante la Guerra Uganda-Tanzania, a fines de los 70. Entre la década de los 70 y 80, Gadafi intervino militarmente en su vecino sureño Chad, ordenó la invasión y anexión de la Franja de Aouzou chadiana debido a sus potenciales depósitos de uranio, y trató de derrocar al entonces presidente Hissène Habré durante la Guerra de los Toyota.
Entre el final de la década de 1990 y el inicio de los años 2000, al abandonar el patrocinio del terrorismo en terceros países y el desarrollo de armas de destrucción masiva, ha conseguido la rehabilitación por parte de las potencias occidentales, que sacaron a su país de la categoría de «Estado paria» a la de miembro pleno de la «comunidad internacional», tránsito que se ha saldado con la visita a Trípoli de políticos occidentales de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Italia y Alemania. Por esa razón Muamar el Gadafi ha sido calificado tanto de líder hábil y coronel revolucionario e idealista como de dirigente imprevisible, temido y déspota. Asimismo para mejorar la situación económica de Libia, Gadafi permitió durante la década del 2000 el ingreso de petroleras extranjeras.
En febrero de 2011, las protestas de los opositores al gobierno de Gadafi fueron duramente reprimidas, agudizando el conflicto que desembocó en una rebelión de gran escala y un grave conflicto armado. Las tropas opositoras lograron dominar gran parte del territorio libio en unos meses y capturaron la capital el 22 de agosto de 2011, tras lo cual Gadafi huyó a Sirte continuando desde allí un gobierno paralelo al del Consejo Nacional de Transición. Luego de varias semanas sitiado, Gadafi fue herido en combate mientras trataba de escapar y, capturado por los rebeldes, falleció producto de sus heridas el 20 de octubre de 2011. La ONU ha demandado una investigación sobre su muerte, pues hay bastantes indicios que apuntan que fue asesinado por los soldados rebeldes que le custodiaron después de su detención.”
Por supuesto, podemos encontrar objeciones varias, pero si hay algo que se puede afirmar es que no se trata de un simple líder político tibio, progre, sumiso. Pero quizás haya algo que nos haga abrir de par en par los ojos y decir “¡Ahhh! ¡Ahora sí!”, como a mis queridos alumnos. El halo revelador se presenta en un artículo periodístico de Walter Goobar titulado “Libia y el canibalismo neocolonial”, en “Miradas al Sur”, el domingo 23 de octubre de 2011:
“Cuarenta y ocho horas antes de que el cadáver de Muammar Khadafi terminara impúdicamente expuesto ante las multitudes en el freezer de un shopping libio, la clarividente secretaria de Estado de EE.UU., Hillary Clinton, aterrizó en Trípoli para hacer la V de la victoria y prodigar elogios a las hordas del impresentable Consejo Nacional de Transición (CNT), una constelación artificial compuesta por distintas facciones de exiliados y desertores libios cuyos principales méritos se resumen en haber colaborado alternativamente con Al-Qaeda, la CIA, el MI6 británico o los servicios de inteligencia franceses. La secretaria de Estado no hizo gala de facultades extrasensoriales cuando frente a estudiantes de la Universidad de Trípoli vaticinó que EE.UU. quería a Khadafi “muerto o vivo”. En ese orden. Clinton estaba verbalizando la política de asesinatos selectivos implementada por la administración Obama. De allí, hasta la consagración del canibalismo y la necrofilia imperial faltaban pocas horas.
Aunque surgieron muchos relatos y videos que planteaban escenarios y circunstancias distintas, la cadena de hechos que llevaron a Khadafi a la muerte comenzó cuando la inteligencia occidental interceptó comunicaciones que indicaban que estaba en Sirte, su ciudad natal. Por eso, las fuerzas del CNT (Consejo Nacional de Transición) habían puesto todas sus energías en penetrar en Sirte después de que fueron informados de las comunicaciones entre comandantes de los restos de las fuerzas del régimen.
Los civiles de Sirte fueron bombardeados impiadosamente por la Otan. La ciudad sitiada fue reducida a escombros, a tal punto que los clérigos musulmanes redactaron una fatwa (decreto religioso) autorizando a los sobrevivientes a comer gatos y perros. Khadafi y sus partidarios intentaron huir de la ciudad en un convoy de 80 vehículos, pero fueron interceptados por ataques aéreos de la Otan llevados a cabo por aviones de guerra Mirage franceses. Otras fuentes militares de Estados Unidos aseguraron a la cadena de televisión NBC que el convoy en el que viajaba Khadafi, de quince vehículos, fue atacado por un avión Predator no tripulado, un “dron"”que lanzó un misil Hellfire, y después fue abordado por los rebeldes. Khadafi estaba en la caravana, o cerca de ella, pero al parecer logró refugiarse en una alcantarilla donde fue capturado por las fuerzas del Consejo Nacional de Transición, que lo encontraron herido en ambas piernas. Los espasmos finales de la muerte fueron transmitidos a los televidentes de todo el mundo. El veinteañero Mohammad al-Bibi, que lucía una gorra de baseball de los Yankees de Nueva York, posó para el mundo entero blandiendo la pistola dorada de Khadafi, con la ilusión de cobrar los 20 millones de dólares ofrecidos como recompensa. El video de un celular –aparentemente tomado por un combatiente rebelde– mostrando el cadáver sangrante y desnudo de Khadafi tirado en una sábana fue devorado por los canales de noticias de todo el globo. El muerto tenía 69 años y había gobernado Libia con mano de hierro durante 42 años. Abdel-Jalil Abdel-Aziz, un médico libio que acompañó el cadáver de Khadafi en una ambulancia, dijo que murió de dos balas, una en el pecho y otra en la cabeza.
¿Por qué se lanzó esta guerra? El Khadafi al que se ha derrocado es el mismo viejo Khadafi que llegó a Roma hace un par de años con fotos de Omar al-Mujtar –un líder de la resistencia contra la ocupación colonial italiana– prendidas en su túnica mientras descendía del avión. Es el mismo Khadafi abrazado por Sarkozy en París y el que, según su hijo Saif al-Islam, subvencionó generosamente la campaña del francés en las elecciones. Es el mismo Khadafi al que su siempre sonriente asesor, el ex premier británico Tony Blair, abrazaba en Trípoli. Era el mismo Khadafi con quien las petroleras occidentales estaban muy contentas de hacer negocios, lo que no quita que ahora hagan mejores negocios sin Khadafi.
En septiembre, el diario Libération publicó que el CNT prometió a Francia el 35% de los nuevos contratos petroleros, según una carta del canciller Alain Juppé fechada el 3 de abril pasado, 17 días después de la resolución de la ONU. Juppé dijo que no estaba del todo cerrado, y que era lógico que la CNT quisiera que “en la reconstrucción de Libia participen quienes apoyaron la revuelta”. El número uno del CNT, Mustafá Abdeljalil, informó a su vez que “los Estados se verían recompensados según fuera el apoyo que han dado a los insurgentes”.
Pero Libia es mucho más que gas y petróleo. Es el banco de pruebas de la nueva política estadounidense para África y Medio Oriente.
Libia no era Egipto ni Túnez, donde fue el pueblo el que derrocó al gobierno. Esto fue una guerra de conquista de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, que coordinaron sus esfuerzos con grupos armados sobre el terreno. Esos tres poderes convirtieron un levantamiento en una guerra civil y después le aseguraron la victoria a una de las partes a través del uso masivo de armamento aéreo. Los soldados sobre el terreno estaban indefensos ante los misiles que llovían sobre ellos. Si todo hubiera dependido de ellos, los “rebeldes” habrían sido velozmente dispersados.
Con los aviones de la Otan despejando el camino hasta Trípoli y después hasta Sirte, el resultado final era inevitable. Sin cobertura aérea y sin defensas terrestres contra el ataque aéreo, el ejército libio no tenía nada que hacer.
El pasado 6 de octubre, en un mensaje enviado desde la clandestinidad, Khadafi se preguntaba: “¿Quién le dio legitimidad al Consejo Nacional Transitorio? ¿Cómo la obtuvo? ¿Los eligió el pueblo libio? ¿Los nombró el pueblo libio? Y si es que sólo el poder de las bombas y la flota de la Otan les concedieron tal legitimidad, entonces ya pueden empezar a prepararse todos los dirigentes del Tercer Mundo, porque les espera el mismo destino. A aquellos que están reconociendo como legítimo a ese Consejo, que tengan cuidado. Habrá consejos transitorios que se crearán por todas partes y se los impondrán, y uno a uno caerán”, sentenció el carismático y extravagante lider libio en ese mensaje póstumo.
El geógrafo y politólogo italiano Manlio Dinucci es uno de los analistas más calificados cuando se trata de explicar cómo funciona el neocolonialismo según la versión del dúo Obama-Clinton: basta con mirar el mapa. En África Central, el objetivo es la supremacía militar de EE.UU. –en el aire y en los servicios de inteligencia– sobre Uganda, Sudán del Sur, República Centroafricana y la República Democrática del Congo.
En Libia, el objetivo es ocupar una encrucijada absolutamente estratégica entre el Mediterráneo, el norte de África y Medio Oriente, con el beneficio agregado de que París, Londres y Washington finalmente lleguen a poseer bases como cuando el rey Idris estuvo en el poder (1951 a 1969). En conjunto, hay que establecer el control sobre el norte de África, África central, África oriental y –más problemáticamente– el Cuerno de África.”
¡Ahora sí!, dirían mis alumnos. La civilización occidental y cristiana nos impone hasta el modelo revolucionario a seguir: la Madre Teresa y el Mahatma Gandhi son los paradigmas de este modelo cultural. El deber de los pueblos es la elección de su paradigma revolucionario: el revolucionario sumiso, light, obediente e indiferente a los poderes económicos y los modelos que proponen, es decir, progre; o bien, el revolucionario a secas, donde sin dudas pondríamos a Khadafi y acompañaríamos, sin dudar, las condolencias expresadas por el gobierno venezolano y las ceremonias de despedida organizadas por el mandatario boliviano Evo Morales. Porque los amigos de mis amigos son mis amigos; pero los enemigos de mis enemigos, también son mis amigos.
Principio del formulario
Final del formulario


miércoles, 24 de agosto de 2011

¿Defensiva, contraofensiva u ofensiva? That is the cuestion…[1]

La entrada es gratis. La salida, vemos…[2]
La Revolución Francesa de 1789 representó un cambio significativo respecto del rol hegemónico entre mayorías y minorías. La burguesía francesa lejos estaba de ser la mayoría del campo social, pero avanzó sobre la minoría histórica –realeza y nobleza- con el apoyo de la masa campesina y el artesanado urbano. Se alzó con el poder e instauró una lógica discursiva acorde a sus tiempos, coincidentes con las demandas requeridas por la coyuntura y, fundamentalmente, con sus intereses. Junto a esta revolución, nació una nueva manera de interpretar la realidad, interpretación que nos acompaña hasta nuestros días. Las formas políticas y discursivas quedaron en manos de una clase social que venía interpelando el rol de las instituciones y de la sociedad como un todo indisoluble, con funciones reveladoras y novedosas, participativas y soberanas. Libertad e igualdad se tornaron conceptos poderosos en sí mismos, seductores, atrayentes, pero con connotaciones exclusivistas y muy definidas que no salieron a la luz sino con la mirada que permite el ojo del historiador.
Libertad e igualdad son partes componentes de un todo soberbiamente logrado, llamados liberalismo económico y liberalismo político, hijos también reconocidos por las Gloriosas Revoluciones británicas del siglo XVII. No es necesario recurrir al Banco Nacional de Datos Genéticos para realizar un examen de ADN que, de tan transparente, resulta obvio. Estos conceptos, con su poderosa carga ideológica, trascendieron la coyuntura para transformarse en verdades reveladas, absolutas, indiscutibles y, por lo tanto, incuestionables. Es inevitable, hoy en día, establecer una objeción sobre la libertad sin quedar atrapado por ello en las redes de la antidemocracia. Pero estos términos cobran una dimensión en boca de la burguesía, que no son necesariamente representativos de los intereses de la mayoría que dicen incluir. La libertad apuntó, desde sus inicios, a afianzar los preceptos del liberalismo económico, es decir, a definir como prioritaria en la nueva sociedad burguesa, la libertad de comercio y el libre tránsito de personas y bienes; pero sin nunca antes olvidar que esos bienes tienen quien los posea, es decir, su legítimo –la ley que ellos mismos escriben le da ese carácter- propietario. Libertad y propiedad no son lo mismo, pero en la sociedad burguesa son necesarios y complementarios entre sí[3]. En cuanto a la igualdad, estaba lejos de poder ser caracterizada como un protosocialismo; sus ambiciones estaban dirigidas a la erradicación de los privilegios de la nobleza, para implementar un equitativo soporte impositivo para los gastos del Estado, en principio, y para eliminar el privilegio de la ocupación de los cargos jerárquicos dentro de la administración estatal, después. Esta igualdad no pretendía equiparar o elevar a los campesinos hacia posiciones más justas, sino terminar con esa clase que osaba posarse sobre la burguesía ilustrada. Los nobles debían estar en el mismo estrato social que los burgueses. O sea, igualdad hacia los de arriba, nunca hacia los de abajo.
La Vanguardia es así…
Esta Revolución Francesa es, ante todo, la revolución burguesa por excelencia. Y al hablar de una revolución burguesa, estamos ante una revolución de clase. Y podemos decir que, por primera vez, la minoría privilegiada pierde la batalla de clases ante un sector que le gana la iniciativa. Desde entonces y hasta el siglo XX, la burguesía no pierde su posición de privilegio, pero tampoco su capacidad de ataque que le permite estar adelantada frente a otras fuerzas sociales. Se convierte en fuerza hegemónica política, económica y, esencialmente, cultural. Ocupa la estructura y la superestructura de la sociedad transformando al ser social en ser productivo. El hombre deja de producir para subsistir y lo empieza a hacer con el único objetivo de consumir. La producción no se piensa en función de satisfacer una demanda, sino que la producción la genera. De allí que los sociólogos desprenden las necesidades del hombre en “básicas” y “culturales”, por no darles el mote categórico y anti sistema de necesarias e innecesarias, respectivamente.
La ocupación del puesto de vanguardia intelectual blandiendo en sus manos la letra de los intelectuales franceses e ingleses (Voltaire, Rousseau, Smith, Hume, etc.) por parte de la burguesía, es una tarea ardua pero constante, que le permite instaurar un imaginario fundamental para que el capitalismo se asiente ideológicamente en el ideario de quienes incluso son sus víctimas. La propiedad, ante todo; y las formas de acumulación, tampoco se discuten. Son verdades irrefutables que en la actualidad no resisten el más mínimo análisis. Los que somos docentes e intentamos mostrar la lógica del pensamiento de Adam Smith y David Ricardo y oponerlas al sistema económico marxista sabemos de qué hablamos. En los jóvenes –y no tanto- de nuestra sociedad no se concibe la idea de que el capitalista, al invertir, deba tener alguna razón para repartir parte de sus ganancias; aún después de haber entendido que lo que produce riqueza es el trabajo y que los billetes guardados, uno encima del otro, no se reproducen; y más aún que las máquinas, sin la mano obrera que las trabaje, tampoco producen riqueza. Nada de eso parece inmutarlos. Y allí es donde el lenguaje adquiere una dimensión especial manido a la lógica de clase… ¡pero que la trasciende! Esa lógica, ese lenguaje, es propiedad universal y pertenece a cada color político y social, incluidos aquellos que al apropiarse de él son pisoteados por su propio discurso.
No es la misma canción de dos por tres…
Son innegables los avances logrados por las clases sometidas desde la Revolución Francesa en adelante, especialmente en materia jurídica. Pero –siempre hay uno o más peros- toda revolución, -ateniéndonos a la teoría de León Trotsky de la revolución permanente, a la que adherimos, sin por ello ser trotskistas, por cierto- al perpetuarse en el poder, se torna conservadora. Esta primera etapa, en la que el discurso burgués se apropia de las estructuras y superestructuras feudales avasallándolas y suplantándolas, puede considerarse concluida a mediados de la segunda mitad del siglo XIX, con la Segunda Revolución Industrial en marcha. Hasta aquí, salvo algunos mojones en la actual Alemania, el occidente europeo se halla en manos del poder burgués en desmedro del poder feudal. Pero el orden económico mundial impone un reordenamiento de aquellas geografías que no entienden las bondades del “dejar hacer/dejar pasar”. El colonialismo primero, y el imperialismo después, serán las herramientas políticas sustentadas en un par de fundamentos teóricos que le permiten al orden conservador burgués volver a la vanguardia discursiva, es decir, a la ofensiva.
Las políticas llevadas a cabo por el capitalismo se hacen sostenidas en conceptos que, de tan “lógicos” parecen inobjetables: civilización y progreso. El mundo “civilizado” debe convertirse en el “tutor” de ese mundo incivilizado, “bárbaro”. No puedo explayarme demasiado al respecto sin faltarle el respeto o plagiar al maestro Don Arturo Jauretche, quien nos cuenta cómo la madre que parió a todas las demás zonceras se instaló en nuestras pampas gracias a la hábil pluma del “padre del aula/Sarmiento inmortal”. La civilización, pues, se traduce aquí en la digitada –desde Europa- Guerra de la Triple Alianza, la feroz represión a las Montoneras de Felipe Varela y el “Chacho” Peñaloza y la masacre aborigen consumada en la Conquista del “Desierto”. El progreso se extendió rápidamente sobre nuestras tierras regadas de sangre dando paso a sus símbolos más aplaudidos: el alambrado delimitando infinitas extensiones sólo atravesadas por las vías de un ferrocarril destinado a satisfacer las demandas de los centros capitalistas y las ambiciones de los terratenientes locales. Los incivilizados caudillos del interior que deseaban proteger las industrias locales, el tirano paraguayo que había osado convertir al Paraguay en una potencia económica y los salvajes indígenas que defendían sus tierras sin ponerlas a producir, pasaron a formar parte de un pasado oscuro que debía quedarse allí, sepultado por millones de pies que vendrían desde la Europa nórdica con toda su rubiez a cuestas, porque la cuestión racial también debía resolverse. El positivismo, con toda su carga ideológica, era portadora del germen de una semilla teórica que su creador había utilizado para explicar el origen de las especies y los teóricos del imperialismo tomaron en su provecho: el darwinismo social. Con esta teoría, la supervivencia del más apto, se afirmaba que los pueblos –o razas- estaban divididos en superiores e inferiores y que los primeros tenían derecho a la conquista sobre los segundos y luego, guiarlos en el camino “culto” y “civilizado”.
Pero la estrategia sarmientina salió como tiro por la culata y los migrantes rubios y de ojos azules que se esperaban por estas tierras para suplantar a los oscuros bárbaros, se quedaron donde estaban. Sólo se atrevieron a venir a estas lejanas tierras los que no tenían nada que perder, es decir, los europeos de las regiones opuestas al deseado: los habitantes de la Europa pobre del sur, españoles e italianos, en su mayor parte, imprimiendo a nuestra nación una impronta cultural alejada de los valses y las oberturas clásicas, con sus tarantelas, pasos dobles y la carga sanguínea que los caracteriza, la “gente fea” que tan bien definió Beatriz Sarlo sin que podamos decir que se le “saltó la chaveta”. La realidad se impone sobre la lógica, pero nuevamente, el discurso homogéneo se instala para no irse. Los conceptos liberales burgueses quedan como verdades absolutas y hoy es imposible oponerse a la idea de progreso, por ejemplo, sin que ello nos lleve a ser tildados de milenaristas o fabianistas. De esta manera, el discurso homogéneo atraviesa el siglo XX siempre adelante, con pocas respuestas certeras desde el campo popular[4], pero siempre en actitud defensiva, siempre en respuesta al discurso instalado, con poca llegada a la masividad.
Say no more
En la actualidad, estamos adelante en términos políticos, con hechos concretos de gobierno; pero en términos discursivos, aún no, seguimos a la retaguardia. Los revuelos que se arman en función del “asco” de Fito Páez o de la definición de “enemigo” por parte de Hebe de Bonafini, no son pocos. La condena hegemónica nos sitúa detrás de la avanzada y tratando de “aclarar” lo que quisieron decir, casi pidiendo disculpas y, abonando esta hipótesis, a la defensiva. Mucho se ha dicho y se dirá sobre ambos casos, pero quiero ocuparme de aquellas cuestiones que no provocan el más mínimo susto aún en aquellos compañeros del campo nacional y popular que a mi entender están quedando atrapados por esta telaraña discursiva.
Una de las estrategias discursivas que avanza a puro galope es la de la “convivencia en democracia” a través del “acuerdo” porque la sociedad ya no quiere más “confrontación”. ¿Qué otra cosa es la democracia que la confrontación, la oposición de ideas? De esta manera, se intenta vaciar de contenido todo debate, toda postura y hasta la elección de cada votante. Acabo de escuchar a Gabriela Michetti en el programa de Petinato expresando que la victoria aplastante de Cristina Fernández de Kirchner fue producto de una oposición ligada a un viejo estilo de hacer política. ¿Acaso el macrismo no representa a la vieja escuela neoliberal, incluso con sus “nuevas formas de hacer política” con escuchas telefónicas y vaciamiento de la salud y educación públicas, entre otras cosas? Cuando se le atribuye a la “forma” con discursos tales como “ahora que ganamos invitamos a todos a ser parte de esta nueva etapa” –tal el discurso de Macri luego de su triunfo-, se está sometiendo, mediante una estrategia discursiva, a la opinión pública, a un juicio de valor sobre lo bondadoso y generoso de ese discurso poco confrontativo que, en definitiva, nos dice entre líneas “ahora que ganamos invitamos a todos a hacer lo que nosotros queremos porque si no van a quedar como unos desacatáus del mandato popular”. Es muy distinto del discurso presidencial que invita a deponer la agresión –nótese la diferencia entre el concepto de agresión y el de confrontación; no digo nada novedoso al afirmar que los discursos presidenciales son impecables piezas de oratoria- sin abandonar las ideas, a apenas pocas horas después del triunfo del 14/8. Debe haber enfrentamiento, debe haber confrontación; nadie habla de tomar las armas –algo que la Constitución, incluso, invita a hacer en caso de ser violentadas la voluntad popular y los preceptos que la rigen-, pero no me pidan que “acuerde”. Con ciertos adversarios, no puedo. Y con los enemigos… No quiero. Al fin y al cabo, les diría: ¡Es la ideología, estúpido!


[1] Con perdón del anglicanismo, utilizado, en este caso, por pura convención.
[2] Los subtítulos son una referencia y homenaje a la vez a uno de los más grandes artistas argentinos de la Historia: Charly García.
[3] Dickinson, H. T., Libertad y propiedad. Ideología política británica del siglo XVIII, Buenos Aires, Eudeba, 1981.
[4] O no tan pocas, pero siempre con poco acceso a la difusión ideológica. Como ejemplo, citaremos a dos maestros que se imponen a fuerza de militancia plena, sin claudicaciones. Véase Jauretche, Arturo, Manual de zonceras argentinas, Buenos Aires, Peña Lillo, 1988; y Galasso, Norberto, No lo dejemos ahí, Buenos Aires, Editorial Felipe Varela, 1987.

martes, 26 de julio de 2011

Si Evita viviera…


La famosa consigna setentista hoy cobra más vigencia que nunca. A cincuenta y nueve años de su muerte, no son pocos los sectores que reclaman su representatividad: el peronismo federal, duhaldista o rodriguezsaaísta, desde una derecha amiga de los sectores militares que persiguieron y masacraron al peronismo sea desde los aviones en el ´55 o desde los campos de concentración en los ´70, a la que no pocos peronistas adhieren; el menemismo noventista, desde una concepción neoliberal amiga de los eternos enemigos del peronismo, desde Isaac Rojas a Álvaro Alsogaray hasta culminar en Macri, siempre dispuesta a tenderle una mano a los niños ricos que tienen tristeza pero, por supuesto, negando o quitando los derechos a los que la compañera Evita llamaba, con amor fraterno, “mis queridos descamisados”; ambos sectores, también, aliados a la oligarquía parasitaria de la Sociedad Rural y nunca a la Federación Agraria del Grito de Alcorta, como muchos compañeros quieren ver, opuesta a la redistribución de la riqueza y añorante de los tiempos de la “belle epoque” en que vivían seis meses en la Argentina para recoger el fruto de la riqueza que esta tierra les brindaba y paseaban los seis meses restantes derrochando en Europa lo que jamás reinvertirían en “este país de mierda”.
 Los enemigos siguen siendo los mismos: los que pintaron las paredes de Buenos Aires con la consigna “viva el cáncer”, celebraron con la misma algarabía la muerte de Néstor Kirchner y duermen en paz como la “progre” Lilita Carrió; los que protestaban por la censura del tirano hoy hablan  de la falta de “libertad de prensa” sin dejar de editar una sola página o de ocupar un espacio radiotelevisivo para declamarlo a los cuatro vientos; y las grandes señoronas de la sociedad de beneficencia que odiaban con fervor militante a quien las corrió de su noble misión, hoy hablan de la “yegua” con la misma pasión con que envidiaban a Evita y envidian –en secreto- a Cristina. Están ahí, al acecho; los enemigos de afuera y de adentro sobre los que tanto nos advirtiera nuestra abanderada de los humildes.
Desde este espacio no dudamos en que Evita hoy acompañaría los grandes logros de este gobierno: la Asignación Universal por Hijo, la estatización de Aerolíneas Argentinas, el regreso al sistema jubilatorio solidario de reparto, la ley de medios, la independencia económica del FMI e, inclusive, la aplicación de la polémica 125 de redistribución de la renta agraria extraordinaria. Pero también estamos convencidos que nos recordaría a cada instante que “donde hay una necesidad, hay un derecho”, porque donde faltan derechos hay injusticias. Por lo tanto, no dudaría en reclamar que se aplique con la inmediatez necesaria la nueva ley de entidades financieras, la regulación de una nueva ley de tierras –por no hablar de reforma agraria, tan desusado en estos tiempos-, una férrea política ferroviaria devolviendo un transporte digno a los millones de usuarios que no son otros que sus descamisados, una ley de regulación de las actividades mineras que impida el enriquecimiento de las grandes corporaciones que están vaciando nuestros suelos a un costo mínimo y con enormes beneficios –no nos hemos vuelto solanistas porque adhiriéramos a estos reclamos- y la aplicación efectiva del estatuto del Peón del Campo, entre otras cosas. Algunas medidas de las aquí reclamadas, serán de futura, pronta y efectiva aplicación. De otras, no se habla. Y allí debemos estar: acompañando y exigiendo. Como tiene que ser. Y como lo hubiera hecho, si viviera…