martes, 26 de julio de 2011

Si Evita viviera…


La famosa consigna setentista hoy cobra más vigencia que nunca. A cincuenta y nueve años de su muerte, no son pocos los sectores que reclaman su representatividad: el peronismo federal, duhaldista o rodriguezsaaísta, desde una derecha amiga de los sectores militares que persiguieron y masacraron al peronismo sea desde los aviones en el ´55 o desde los campos de concentración en los ´70, a la que no pocos peronistas adhieren; el menemismo noventista, desde una concepción neoliberal amiga de los eternos enemigos del peronismo, desde Isaac Rojas a Álvaro Alsogaray hasta culminar en Macri, siempre dispuesta a tenderle una mano a los niños ricos que tienen tristeza pero, por supuesto, negando o quitando los derechos a los que la compañera Evita llamaba, con amor fraterno, “mis queridos descamisados”; ambos sectores, también, aliados a la oligarquía parasitaria de la Sociedad Rural y nunca a la Federación Agraria del Grito de Alcorta, como muchos compañeros quieren ver, opuesta a la redistribución de la riqueza y añorante de los tiempos de la “belle epoque” en que vivían seis meses en la Argentina para recoger el fruto de la riqueza que esta tierra les brindaba y paseaban los seis meses restantes derrochando en Europa lo que jamás reinvertirían en “este país de mierda”.
 Los enemigos siguen siendo los mismos: los que pintaron las paredes de Buenos Aires con la consigna “viva el cáncer”, celebraron con la misma algarabía la muerte de Néstor Kirchner y duermen en paz como la “progre” Lilita Carrió; los que protestaban por la censura del tirano hoy hablan  de la falta de “libertad de prensa” sin dejar de editar una sola página o de ocupar un espacio radiotelevisivo para declamarlo a los cuatro vientos; y las grandes señoronas de la sociedad de beneficencia que odiaban con fervor militante a quien las corrió de su noble misión, hoy hablan de la “yegua” con la misma pasión con que envidiaban a Evita y envidian –en secreto- a Cristina. Están ahí, al acecho; los enemigos de afuera y de adentro sobre los que tanto nos advirtiera nuestra abanderada de los humildes.
Desde este espacio no dudamos en que Evita hoy acompañaría los grandes logros de este gobierno: la Asignación Universal por Hijo, la estatización de Aerolíneas Argentinas, el regreso al sistema jubilatorio solidario de reparto, la ley de medios, la independencia económica del FMI e, inclusive, la aplicación de la polémica 125 de redistribución de la renta agraria extraordinaria. Pero también estamos convencidos que nos recordaría a cada instante que “donde hay una necesidad, hay un derecho”, porque donde faltan derechos hay injusticias. Por lo tanto, no dudaría en reclamar que se aplique con la inmediatez necesaria la nueva ley de entidades financieras, la regulación de una nueva ley de tierras –por no hablar de reforma agraria, tan desusado en estos tiempos-, una férrea política ferroviaria devolviendo un transporte digno a los millones de usuarios que no son otros que sus descamisados, una ley de regulación de las actividades mineras que impida el enriquecimiento de las grandes corporaciones que están vaciando nuestros suelos a un costo mínimo y con enormes beneficios –no nos hemos vuelto solanistas porque adhiriéramos a estos reclamos- y la aplicación efectiva del estatuto del Peón del Campo, entre otras cosas. Algunas medidas de las aquí reclamadas, serán de futura, pronta y efectiva aplicación. De otras, no se habla. Y allí debemos estar: acompañando y exigiendo. Como tiene que ser. Y como lo hubiera hecho, si viviera…

lunes, 4 de julio de 2011

El progresismo: silogismo para logis

Los muchachos progresistas,
Todos unidos triunfaremos;
Sin levantar el avispero,
Y sin decir ni una vez
Revolución! Revolución!
(Marcha de los muchachos progresistas,
Atenas, Siglo IV a. C., autoría atribuida
a los cantos XXII y XXIII de los poemas homéricos).

1
Corren tiempos de campaña electoral. Los que peinamos algunas canas (o muchas, o no nos queda pelo que peinar) añoramos cierto fervor político puesto al servicio de la ideología. Sucede que hay ciertas posturas que provocan imposturas forzadas, en muchos casos, y convenientes, en otros. A modo de ejemplo, cuando Luis D´Elía dijo “me moviliza el odio hacia la puta oligarquía”, la falta de un discurso claro y consciente provocó una ausencia de respuesta desde los sectores del campo nacional y popular que acompañen dicho planteo. Está mal odiar, se dijo. El silogismo (que en muchos casos no es otra cosa que el sí de los logis) se continúa de manera sencilla, casi sin vaselina, y hasta con una sonrisa aprobatoria de quien lo recibe: si está mal odiar, es porque alguna vez nos hizo mal y si alguna vez nos hizo mal nos va a volver a pasar, por lo tanto, está mal odiar. Así, los Grondona, Longobardi, Mirthas Legrandes y demás yerbas de la misma planta que les dio savia o los parió, salieron horrorizados a decir “de este modo volvemos al pasado”, como si se pudiera volver al futuro más allá de una producción cinematográfica. Y todo el mundo dio su aprobación al discurso homogéneo, desde el más gorilón hasta el más “progre”. Pero el odio, desde la concepción de Eva Duarte y el Che Guevara, revolucionaria, adquiere una dimensión dignificante: el amor hacia el pueblo, hacia los desposeídos, me convierte en partícipe necesario de su dolor; y ese dolor (y aquí el silogismo cobra un sentido artero y contundente) no nace de la nada, sino de la opresión, la explotación y las carencias provocadas por la ambición y la codicia de la oligarquía que las genera; ergo, si amo al pueblo y el pueblo sufre por la oligarquía, odio a la oligarquía.
De igual modo, hoy asistimos al “descubrimiento” de una nueva verdad: no hubo una dictadura militar entre los años ´76 y ´83, sino una dictadura cívico-militar. Pero esa asociación ilícita está destinada a condenar a los empresarios (especialmente al Grupo del clarinete) y a algunos personajotes que tuvieron el mal tino de destacarse  por entre el resto en la última (hasta ahora) arremetida del imperio, tal el caso de Martínez de Hoz –que no estaría nada mal que paguen, claro-. Pero los que militamos en los ochenta desde el peronismo, denunciábamos la dictadura cívico-militar haciéndola carne también en la mayoría de la clase política de los demás partidos –muy especialmente la UCR y la UCeDé- que prestaron los cuadros dirigenciales para ocupar ministerios, intendencias, gobernaciones y cuanti más. Pero hoy es políticamente incorrecto derivar la participación de una cierta clase política o gremial –también, por qué no- en los vericuetos dictatoriales, porque atenta contra la mirada hacia el futuro y la “unión en democracia”, que no sería otra cosa que atentar contra la legítima Unión Democrática.
2
Para la Real Academia Española, el progresismo abarca a las “ideas y doctrinas progresivas”, de allí que lo progresivo es lo “que avanza, favorece el avance o lo procura”. De acuerdo con ello, todo lo que representa un avance es progresismo –siguiendo con los silogismos, pues-, pero no podemos dejar de preguntarnos… Avanzando desde dónde? En ese sentido, entonces, todos somos progresistas; todos consideramos que estamos representando o fomentando un avance respecto de algo que vemos mal. Hasta el derechoso taxista escucha de Radio 1 que propone la eliminación de un carril en una avenida que complica el tránsito, puede ser visto, como reza la Real Academia Española, como progresista, ya que esa mejora sería un avance en el complicado tránsito porteño. En la política argentina actual, hoy se tiñe de progresista a todo aquel que no haya sido o no sea neoliberal. Y se le otorga la categoría, generosamente, de estar situado en el extremo opuesto de la derecha extrema, es decir, se es progresista y, ergo –silogismo mediante- se es de izquierda, o de centroizquierda, que suena más pomposo. Pero lo que no se especifica –porque para algo el lenguaje castellano es muy rico y otorga a cada palabra su significado específico-, es que ser progresista no es ser revolucionario. Un avance no significa un cambio. Y un revolucionario, a diferencia de un “progre”, no demanda una mejora o reforma del sistema que oprime a las clases dominadas, sino que exige el cambio de esas estructuras y superestructuras de dominación. El revolucionario, buscará causas más profundas para el ordenamiento del tránsito, y verá allí que el parque automotor está saturado por una distribución desigual a causa de unos pocos que viajan en muchos autos y unos muchos que viajan en unos pocos transportes públicos, y demás etcéteras. El cambio revolucionario será lograr, entonces, que unos muchos viajen ordenadamente en muchos vehículos particulares o que la mayoría viaje ágilmente en muchos transportes públicos, es decir, siempre igualando hacia donde la mayoría comparta el bienestar o el padecimiento. Nunca, pero nunca, logrando mejorar el bienestar de los pocos que sufren un poco por algo que no influye en la mayoría, para que unos pocos estén mejor. Eso es ser progresista, pero no revolucionario, no sé si me explico.
3
En este contexto, es donde aparecen los cuestionamientos hacia ciertos sectores políticos, periodísticos, sociales y etcéteras varios por la inesperada “sorpresa” que provocan ciertos giros en personas que uno había calificado, sin dudarlo, de “progresistas”: En lo político, causó estupor la alianza entre Alfonsín y De Narváez. El primero, tildado simpáticamente de “progresista”, cualidad que lo situaría lejos de la derecha política; el segundo, escrachado duramente de “neoliberal”, es decir, en las antípodas de su nuevo socio. Y lo que todo el mundo se pregunta es cómo un progresista termina aliado a la derecha. Se realizan cálculos, especulaciones y se resuelve la disyuntiva hacia el lado del pragmatismo electoral que le permitiría al buen hijo de papá alcanzar la segunda vuelta. Pero la pregunta sigue siendo la misma que al principio: Alfonsín es progresista respecto de qué?
Asimismo sucede con el debate presentado entre el periodismo “militante” y el periodismo “independiente”. La gran “sorpresa”, en este caso, nos está dada por un grupo de periodistas a los que nadie, en su momento dudó en calificar de “progres”: empezando por Jorge Lanata y siguiendo por toda la cría que él mismo parió, como ejemplo más evidente. Es que los veíamos desde “Día D” denunciando la corruptela neoliberal del menemismo y muchos afirmaban: “estos son del palo”. Pero lo que estaba claro, si alguno recuerda lo que Lanata y compañía hacían por entonces, es que no cuestionaban el modelo neoliberal. Para ser más precisos: no había cuestionamientos hacia el endeudamiento externo, las feroces críticas hacia las privatizaciones estaban dirigidas hacia los desvíos de fondos –coimas- o la “malventa” de los bienes del Estado. La construcción del discurso crítico en el lanatismo era la investigación de la declaración jurada de los bienes de los funcionarios públicos. No había más. Todo lo que se relacionaba directamente con el Estado se encontraba ligado a la más espuria corrupción y el Estado era el instrumento en manos de la clase política para acumular bienes y poder –lo cual no distaba de ser cierto, pero en los ´90-. Si la única construcción de poder se da desde el Estado, por lo tanto, el único poder maléfico es aquel que se da desde el Estado, por ende, todo aquel funcionario político utiliza el poder para su beneficio personal. El silogismo de este “progresismo” periodístico se hizo carne en la sociedad desacreditando no sólo a cierta clase política degradada, sino a la política en sí como servicio social. Pero el estancamiento de esa idea en los años del menemato y el traslado anacrónico hacia los tiempos presentes, da cuenta de que estos “progres” –Lanata, Tenembaum, Zloto, etc.- se volvieron conservadores al no aceptar el cambio socio-político de los últimos siete años. No pueden aceptar que el Estado sirva para construir poder, como siempre, aunque esta vez lo haga al servicio de otros intereses que no sean los de los pocos particulares que se servían de él. Por eso no debería sorprendernos escuchar al orejón, con voz queda y mirada inocente, afirmar ante su antiguo jefe que, en la batalla mediática, el más débil “es Clarín”. Porque para ellos, el poder no es empresarial, económico, religioso, sino sólo político. Despertad, ilusos! Estos “progres” siempre fueron y seguirán siendo neoliberales. Cuando eran críticos, sólo les molestaban las desprolijidades del menemismo, los personajes nefastos como María Julia o Corach. No el modelo en sí. Por eso hoy intentan equiparar a estos innombrables con Schoklender o De Vido: algo hay que encontrar en este esquema de poder, porque nos quedamos sin laburo, parecen decir. Las columnas de Tenembaum en “Veintitrés” lo confirman: del poder evasor de los pooles de soja, nada; del ADN de Marcela y Felipe, menos; y de la corrupción y negociados de Macri con sus jefes multimediáticos, silencio; pero sí de los personajes pauperizados del kirchnerismo –que los hay, claro- o de los que no lo son pero le gustaría que lo fueran. Remirtirse sino a “H y H”, por ejemplo, del número 676: las iniciales no corresponden a otros que a Hugo (Moyano) y Hebe (Bonafini).
4
El progresismo no es otra cosa que un mote simpático para definir a alguien que nos cae más o menos agradable por una tal o cual posición política. Pero ese posicionamiento ante un tema determinado no lo enfrenta, necesariamente, a todo aquello que pueda resultar conservador. Un “progre” puede parecernos maravilloso cuando se pronuncia a favor del matrimonio igualitario. Pero con la misma vehemencia, podrá defender a rajatabla el mantenimiento del sistema previsional privado o la redistribución de la riqueza por medio del aumento de las retenciones a la producción sojera. Ejemplos sobran. Pero, lo más peligroso, el concepto de progresismo es el más políticamente correcto, dentro de una sociedad que fue ganada por el discurso homogéneo conservador, para evitar pronunciarse como revolucionario. No suena igual ser “progre” que ser revolucionario. Porque el revolucionario fue colocado en el estante de los incivilizados, de los inadaptados, de los autoritarios, de los antidemocráticos. Y para el ideario burgués, un sujeto político o un actor social con esas características, es inconcebible. Y no se ganan elecciones sin el caudal importante de votos que aportan ciertos sectores mentalmente burgueses para los que es políticamente incorrecto ser conservador. La mentira del progresismo es cambiar algo para que todo siga más o menos igual. Si no, pregúntenselo a ciertos “progres” de la laya de Stolbitzer, Binner, Carrió, Lanata o Tenembaum. El de “Pino” es un caso aparte que merece ser tratado especialmente, ya que su historia está ligada a los sectores nacionales, populares y revolucionarios y sus actuales posturas aún pueden considerarse, con un dejo de vana esperanza, como un error pronto a ser reconsiderado. Ya que, sin silogismos mediante, es bueno remitirse, aún a riesgo de sonar políticamente incorrecto, a la frase de Evita –no la que habla de los millones y fue malinterpretada por Méndez para atraer a sus filas a Macri, Alsogaray y toda la cría-: “El peronismo será revolucionario, o no será nada”.