sábado, 19 de octubre de 2013

Que parezca un accidente...

Por un lado:
La estatización de los FFCC en todo el país.
La promesa de aperturas de viejos ramales cerrados.
La reactivación de los ramales de carga para sumarlos al circuito productivo abaratando costos y contraponiéndolos al parque automotor de transporte de cargas.
La renovación de la totalidad del transporte ferroviario para 2014.

Por el otro:
Un calendario electoral con tiempos apretadísimos (una semana).
Debates que ponen en evidencia la pobreza de los candidatos opositores.
Operaciones políticas armadas groseramente por personas que participan del armado político opositor (en el caso Cabandié, el armado de Maza, el jefe gendarme que responde a gente del massismo y está vinculado al PRO).
Militantes oficialistas agredidos y hasta asesinados de los que la prensa monopólica no habla.
Un gobernador bajo amenazas del que no se ocupa ni su jefe político (Binner) y menos aún, los diarios opositores, pues los vínculos de ese narcotráfico llegan hasta Córdoba.
Los 7500 GRANDES contribuyentes a los que les fueron descubiertos ingresos no declarados, inversiones, propiedades y cuentas no declarados en paraísos fiscales y en países como Uruguay, Suiza y EEUU.
Y tantas cosas más.

No me jodan. A una semana de las elecciones, este "accidente" ferroviario no me lo fumo ni bajo el agua. Mi oficio de historiador me enseñó a no creer en las casualidades. Las especulaciones y acusaciones van a dejar huella como el "accidente" de Castelar. Pero las mismas, una vez descubiertas las causas, no serán cruzadas con disculpas. Sólo queda flotando la inoperancia de Randazzo y la culpa del Gobierno, aún cuando se PRUEBA (como el caso de Castelar) que se trata de un claro sabotaje.
Esto no es joda.
La puta oligarquía siente que le meten cada vez más la mano en el culo.
Sus intereses están siendo afectados y el sector terrateniente apuesta a reinstalar el modelo agroproductor contra el industrial, corriendo precios y afectando el humor social golpeando el bolsillo del consumidor.
Se viene tiempos de ataques muy duros.
Se vienen tiempos de lucha.
No los quiero de vuelta, porque ya los sufrí en los 90. Mis sueños fueron cascoteados toda una vida, desde la dictadura, pasando por el alfonsinismo, masacrándome con el menemismo y fulminándome con la Alianza.
"Tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucita(n)do"...
No quiero recibir otro golpe a mis sueños, a mis proyectos de vida.
Voy a combatir a estos hijos de puta hasta el final de mis días.
Hasta que entiendan que la Argentina no es de ellos solos.
Que los eternos marginados, también podemos ser dueños.
De nuestra Patria.
Y de nuestros sueños.
Viva la Patria.
Voy a llorar para retomar fuerzas.
No me van a derrotar.

Hugo Alejandro Gomez


Pd: esto fue escrito apenas una hora después del accidente. Luego se supo lo del motorman robando el disco rígido (que oficia de Caja negra) del tren, lo de Solanas repudiado por la gente en la estación y los papelones de Sobrero y TN intentando mostrar lo que no era...

miércoles, 3 de julio de 2013

La revolución es una quimera eterna...



La revolución es una quimera eterna…

“Cerca de la revolución
El pueblo pide sangre,
Cerca de la revolución…”
(Charly García, “Cerca de la revolución”)

La política debe estar y debe surgir, necesariamente, de la insatisfacción. La voluntad de participar y militar por una causa que se supone más justa, lleva en sí misma un ansia de cambio que difícilmente puede ligarse a la satisfacción. Las ganas de cambiar lo que está mal y de mejorar lo que se ve defectuoso, es la que nos lleva a plantearnos la participación y la promoción del cambio político por una propuesta superadora. Esa voluntad de cambio puede tener distintas connotaciones y las formas de definirlas han ido variando con el correr del tiempo; así como también se ha modificado el significado del concepto encerrado en la misma palabra. Los que estamos en Historia sabemos cómo el devenir es dinámico, incluso para el lenguaje. No podemos ignorar que el sentido de las ideas también es parte de esa evolución.
Cambia, todo cambia…
La conceptualización es parte esencial de toda ciencia. Y así como las sociedades, los conceptos y las ideas también son parte del devenir histórico. Y tal como a los cambios y alteraciones, también las personas y las sociedades son resistentes a las modificaciones en las ideas, en las estructuras mentales. Y nos cuesta entender cómo esas ideas pueden llegar a modificarse, cómo es posible que antes lo que hoy se considera como cierto en el pasado hubiera sido de otro modo y en el futuro sea dudoso e incierto. Pero para que esto no se convierta en un divague intelectual, vayamos a los ejemplos concretos.
El concepto de tecnología es quizás uno desde siempre, pero ha sido tomado desde sus diferentes acepciones y con diferentes sentidos. Los docentes sabemos que, al dar una clase de Historia, nos topamos con la incomprensión de los alumnos que no alcanzan a dimensionar lo que es la tecnología. El paso de la piedra tallada a la piedra pulida, del Paleolítico al Neolítico, supuso un avance tecnológico que llevó miles de años concretar para la humanidad. Pero a los chicos no les entra en la cabeza la idea o el concepto de que algo comprenda tecnología cuando no lleva un microchip. Las primeras herramientas hechas a piedra y madera no son vistas de otro modo que utensilios artesanales (que lo son), pero no como tecnología. ¿Cuál es la diferencia entre lo que son a fines prácticos y lo que son conceptualmente hablando? Que esos utensilios artesanales lo eran y lo son en la actualidad; pero hoy, apenas son un accesorio irrisorio fácilmente reemplazable por más y mejores herramientas realizadas con tecnología de punta, es decir, de última generación. Aquella tecnología es, además de obsoleta, anacrónica. Por eso nuestra sociedad no la percibe como tal. Pero en su momento, no puede negarse que fue tecnología.
Millones y miles de años pasaron  entre los diversos saltos tecnológicos y los últimos se dieron de manera abrumadora, casi en un abrir y cerrar de ojos, si comparamos el avance tecnológico de la piedra con el de la comunicación a distancia, por ejemplo.
Cambiaste de tiempo y de amor,
De color y de fronteras;
Cambiaste de sexo y de Dios,
y de música y de ideas…”
(Charly García; “Viernes 3AM”).
Los sistemas políticos y económicos también tienen sus tiempos históricos y sus evoluciones (o involuciones, depende de cómo quiera vérselos). No descubro nada nuevo al comentar esto, pero no está mal recordarles a nuestros amigos de Historia Nacional y Popular que la Historia fue dividida en edades y las mismas se corresponden con unos sistemas económicos y políticos, respectivamente, que describiremos a muy grandes rasgos y con las imprecisiones y falencias a que nos puede llevar el exceso de resumen.
A la Edad Antigua le corresponde el modo de producción esclavista como forma económica, de acuerdo a la acepción de Marx, a la que adherimos, y la forma política que la hace posible es el imperio. La conquista imperial permite esclavizar y sostener esos grandes dominios que a todo lo hicieron posible: desde Sumeria a Roma, pasando por los persas y los griegos, la esclavitud hizo posible cada uno de esos logros que la llamada “civilización occidental y cristiana” reivindica como propias, como fruto del progreso y la madurez intelectual y científica, especialmente en el caso de los griegos y romanos.
A la Edad Media le corresponde el modo de producción feudal como forma económica y política. Aquí el poder político se halla disperso y su monopolización tiene un carácter religioso: el Papa es la máxima autoridad política del “continente” europeo. La servidumbre fue posible gracias a la dispersión política y la inexistencia de Estados poderosos con capacidad para ejercer el control militar y policial de los territorios. Este queda, entonces, en manos de los señores feudales, que se convierten en la figura política, económica, militar y judicial de los feudos. Los reyes no tienen jurisdicción más que nominal sobre el territorio de estos caballeros, con quienes tienen que hacer constantes acuerdos para tenerlos de sus lados.
A medida que el tiempo avanza hacia el presente, se complejiza el análisis y, por lo tanto, también sus conceptualizaciones políticas, económicas y sociales. Pero también, los tiempos políticos, como en la tecnología, se tornan vertiginosos.
La Edad Moderna no tiene, en la concepción marxista de la Historia, más que una definición imprecisa que es un modo de producción precapitalista, con predominio, en su forma económica, del mercantilismo. Al mercantilismo no se lo considera capitalismo, a pesar de que la acumulación de capital figura entre sus principales virtudes, puesto que su forma de acumulación no está basada en la plusvalía (ya hablaremos de ello, luego) y además, gran parte de Europa se encuentra aún bajo el predominio del modo de producción feudal, por eso es una etapa de transición entre el feudalismo y el capitalismo, muy bien descripta por Perry Anderson. Su forma política predominante será más compleja: la monarquía absoluta, de fronteras adentro, y hacia afuera, en lo que Immanuel Wallerstein denominó “economía-mundo”, la colonia o el colonialismo se presenta como forma de dominación y América como el continente paradigmático en tal sentido.
La evolución del mercantilismo comercial derivó en una nueva forma de apropiación que rompió con todas las estructuras conocidas. El capital acumulado comienza a invertirse con la finalidad de volver a reproducir esa acumulación, pero a mayor escala. La idea de ganar más y más se hace carne y el salario comienza a generalizarse con la aparición de la fábrica y ya nada vuelve a ser lo mismo. Aparece pues, la plusvalía y, con ello, el capitalismo. La plusvalía, explicado en pocas y groseras palabras, es salario no pagado; esa parte de la ganancia que genera el trabajo del hombre y que se lo apropia el dueño de la fábrica. Por eso mismo, Marx define al capitalismo como el sistema de producción basado en la acumulación de plusvalía. Y aquí la forma política correspondiente se plasma bajo el signo de las naciones. Los países aparecen como formas políticas y unidades territoriales con formas de gobierno determinadas: la monarquía comienza a ceder ante el avance de las repúblicas burguesas y, más tarde, los socialismos rebeldes al imperio del capital.
“Si algo ha cambiado eso es nosotros
 El otro cambio, los que se fueron.”
Litto Nebbia; “El otro cambio, los que se fueron”.
Ahora sí, vamos al nudo del asunto. Estas conceptualizaciones, no son otra cosa que esquematizaciones teóricas para una mayor comprensión de la ciencia que estamos estudiando, la Historia, y para una compartimentación a fines de estudiarla con más facilidad. El mismo Marx nos aclara que los modos de producción son sistemas ideales que nunca se presentan en estado puro. Por lo tanto, conviven en cada sistema político, formas económicas, sociales, etc., que pertenecen a otros modos de producción y reciben el nombre del modo de producción con mayor “presencia”, digamos. ¿O acaso no tenemos como mejor representante de la sociedad feudal en el capitalismo contemporáneo, a los personajes de la nobleza europea que salen en las revistas de la alta sociedad como “Hola”? ¿No recorrió el mundo la foto de la duquesa de Alba, casada con un joven a quien triplicaba en edad? ¿Acaso el de duquesa no es un título nobiliario medieval? ¿Acaso ser reina de Holanda, de lo que muchos argentinos presumen, no es un vestigio de un sistema político decadente?
Los conceptos se transforman todo el tiempo y, contra ello, las personas luchan por sostenerse en los sistemas políticos que les brindan la posibilidad de poseer una hegemonía de poder. Por ello, las personas, las clases sociales, insisten en mantener su hegemonía y sostenerse en la cima generando tensiones y conflictos propios de la Historia; “la Historia de la humanidad es la Historia de la lucha de clases y de la explotación del hombre por el hombre”, diría Carlitos Marx. Las clases dominantes luchan por conservar el orden en el que predominan hegemónicamente; y el devenir histórico de los pueblos avanza, irremediablemente, hacia el cambio de esas estructuras, pugnando por cambiar lo que las clases dominantes luchan por conservar. La tensión entre concepto y sistema político se define a favor del cambio: ambos lo hacen, ambos se transforman. El concepto va mutando porque las estructuras de análisis son rígidas sólo hasta que cambian en el terreno de la praxis; y los sistemas políticos se transforman porque la naturaleza histórica los obliga.
De esta manera: ¿el capitalismo hoy día es el mismo que el que analizaba y definía Marx? Definitivamente, no. El capitalismo hoy en día (sin adentrarnos demasiado porque no es el tema convocante) no se basa en la acumulación de capital por medio de la plusvalía. En la actualidad, me atrevo a definir (y disculpen la osadía) que estamos atravesando una transición que, de acuerdo a los tiempos históricos, puede llevar como mínimo unas varias décadas, y que este momento de “capitalismo financiero” (ya la acumulación se produce a través de la especulación de la renta financiera más que de la apropiación de plusvalía) derivará en toda eliminación de capitalismo.
“Si algo ha cambiado, eso es nosotros
por suerte, hermano, después de todo
sobrevivimos a la gran pálida:
mata podernos encontrar”
Alejandro Del Prado; “Tanguito de Almendra”
Y dentro de estos cambios y conceptualizaciones, el concepto de revolución se nos vuelve complejo, difícil de atrapar aunque no imposible. Este concepto supone el cambio radical de las estructuras económicas sociales y políticas; se sabe, además, que ese cambio no afecta inmediatamente las superestructuras (jurídicas, culturales, mentales, etc.) que son menos propensas al cambio. En una revolución, el poder cambia de mano y muda de una clase social a otra, porque en política, siempre, lo que está en juego es la toma del poder. No necesariamente ese cambio de manos en las relaciones de poder representa siempre una evolución: la revolución neolítica (la agrícola y urbana, años 5.000 a 3.000 a.C. aproximadamente) significó la aparición de las estructuras de dominación, la aparición de las clases dominantes, de los primeros Estados y de relaciones económicas de poder, por ejemplo. Los saltos evolutivos en la Historia de la humanidad, los cambios de edades, no fueron siempre producto de la lucha de clases: la rebelión de los esclavos no acabó con el modo de producción esclavista y la rebelión de los siervos no existió para dar fin al modo de producción feudal. Los cambios fueron producto del estallido de las propias contradicciones de cada sistema económico y del agotamiento de las condiciones en las relaciones de poder. Pero el último gran cambio de era, de la Edad moderna a la Contemporánea, sí fue producto de la lucha de clases y la burguesía pone fin a las monarquías agudizando esas contradicciones y acelerando los cambios. El cambio revolucionario, el de la Revolución Francesa, se presenta conflictivo, pero sobre todo, violento. El resto de las grandes revoluciones sostenidas en el tiempo de manera más o menos continuada, debieron darse definitivamente de forma violenta: los procesos emancipatorios de las colonias americanas, la Revolución Rusa, la Revolución Cubana, etc. De allí que el concepto de cambio revolucionario encierra la trampa de la brusquedad y la violencia como condición sine qua non para ser considerado como cambio revolucionario.
Pero, hete aquí el quid de la cuestión, las revoluciones tuvieron distintas formas a lo largo del tiempo y no siempre se expresaron de manera violenta, como acabamos de ver. ¿Podemos afirmar, entonces, que se hayan producido revoluciones o cambios revolucionarios dentro del capitalismo sin que medie la violencia? Y siempre, irremediablemente, cuando hablamos de algo que la ortodoxia marxista y el liberalismo europeo no contemplan en los libros de Historia, debemos volcar la mirada al peronismo.
El peronismo se constituye en alternativa de poder desde y al margen de los sectores dominantes. Se constituye desde dentro del poder y, como una fuerza centrífuga y centrípeta expulsa e incluye. Expulsa a los sectores de poder tradicionales; incluye a los postergados. Ese vaivén no es rígido, sino que, por las características propias de las superestructuras de toda sociedad capitalista, hay sectores postergados que se sienten incluidos y sectores dominantes que aborrecen las injusticias del sistema. Por ello, hay una composición socioeconómica variopinta en el movimiento. Reflejo de la sociedad, por supuesto. Y en esto no se diferencia de cualquier otro movimiento, por más que ciertas ortodoxias lo quieran ver distinto; por ello, Marx y Engels no tenían una procedencia de clase obrera, precisamente, ni Adam Smith era representante de la burguesía, aunque sí de sus ideas. El peronismo se erige revolucionario incluyendo a todos los sectores sociales en su seno, y eso es lo que lleva a dudar a la ortodoxia sobre su carácter revolucionario. Y allí es donde avanza, sin parecer pero siendo, cambiando estructuras, revolucionando, modificando e imponiéndose como alternativa de poder concreta. La clase obrera se integra social, política y económicamente. Las conquistas sociales para los sectores postergados se convierten en parte de las superestructuras de manera veloz, vertiginosa, de modo que ya no hay forma de volver atrás. La revolución, ya se hizo: los obreros integrados y con una movilidad social ascendente ya son parte de la realidad concreta de los argentinos cuando se produce el golpe de Estado de 1955. Al intentar retornar a la Argentina pre-peronista, la realidad les demuestra que eso era imposible.
Sostener la revolución peronista resistiendo al avance militar implicaba una guerra civil que el propio Perón se empeñó en evitar. Porque es posible convertirse en alternativa de poder sin los sectores del poder dominante, sólo mediante una revolución radical –entendiendo a una revolución como un cambio brusco de las estructuras políticas, económicas y sociales que modifiquen las relaciones de dominación y subordinación entre las clases sociales en pugna-, lo cual no se daría en términos pacíficos y, por supuesto, en una situación de correlación de fuerzas absolutamente desfavorable. Esa derrota, Perón lo sabía, derivaría en un fuerte retroceso de los avances logrados.
El carácter plenamente revolucionario de su gobierno es algo admitido aún hasta por los historiadores antiperonistas más emblemáticos, como Tulio Halperín Donghi, quien lo reconoce desde la redefinición de las relaciones entre los grupos sociales[1] y en la transformación en el equilibrio político-social y la ruptura con todas las tradiciones políticas previas[2].
“Cambios, cambios, necesitamos,
¡Cambios!”
(Pappo; “Héroes del asfalto”).
¿Qué decir entonces del kirchnerismo? América Latina está viviendo tiempos de cambios acelerados y compulsivos. Lo que parecía imposible, luego de diez años de menemismo casi se logra, que es la eliminación de los avances conquistados por el propio Perón. Ecuador, Bolivia, Brasil, Venezuela, Uruguay y Argentina recuperaron las políticas de los nacionalismos populares previos y Lula recupera lo mejor del varguismo así como Kirchner devuelve a la Argentina lo mejor del peronismo. El resto, se abre paso a los golpes para crear nuevos nacionalismos populares de carácter indiscutiblemente revolucionarios. La incorporación de los sectores postergados por parte de Chávez y Correa, no se discute. La irrupción de los pueblos originarios mayoritarios en la sociedad boliviana y reconocidos ahora por Evo, no merece la más mínima duda. Pero la composición social (más urbana y clase media) y las experiencias políticas previas de sus propios nacionalismo populares, hace que los cambios impulsados por el lulismo y el kirchnerismo parezcan menos radicales. Y el conservadurismo de la sociedad uruguaya, que no se atreve, al igual que el poder brasileño, a juzgar a sus propios militares asesinos, por ejemplo, hace que los avances se vean frenados por coyunturas mezquinas, lo cual no signifique que sus cambios no hayan logrado avances favorables a los sectores más postergados.
La duda que se plantea es: ¿Cómo es posible que se atreva a afirmar que el proyecto nacional y popular argentino sea revolucionario, siendo que no acaba con los poderes establecidos? ¿Se puede ser revolucionario con Monsanto, la Barrick y la mar en coche? Nos remitimos a lo dicho previamente y… si. Vivimos en una sociedad culturalmente capitalista, con una contradicción enorme entre aborrecer los estragos económicos del capitalismo y adorar los placeres materiales que nos brinda. Romper con las estructuras y superestructuras del sistema implica ir en contra de lo que la sociedad quiere. Romper con los poderes establecidos supone avanzar sobre intereses y privilegios que aún gran parte de esta sociedad defiende aunque no le pertenezcan. El avance sobre las retenciones a la renta extraordinaria a las exportaciones sojeras, lo demostró: aún la autodenominada “izquierda” marchó por las calles del país defendiendo los intereses de los sectores terratenientes. A su vez, acabar con el monocultivo de soja es acabar con una ventaja natural (Adam Smith estaría chocho de poder ser citado por un peronista) que, hasta el momento, nos permite avanzar como sociedad en las políticas sociales internas y en los compromisos financieros internacionales. Se habla también de que para ser revolucionario no hay que pagar la deuda. Entonces habría que poner, junto a la bandera del Che, la de Adolfo Rodríguez Saá, que planteó el no pago pero jamás, ni aún como candidato, intentó proponer avances como los ya logrados.
La sociedad no quiere cambios bruscos. Pero menos aún, está dispuesta a tomar las armas para detener el avance de los intereses financieros internacionales ni de los sectores tradicionalmente dominantes de la Argentina. En muchas casos, sabemos que hasta implicaría tener que disparar contra el pariente o amigo gorila que defiende a Videla o está a favor del campo u odia que los “negros” cobren sus distintos planes de asistencia social, aunque quien se queja no esté despotricando desde el púlpito de la Sociedad Rural sino desde un barrio bajo de La Matanza.
Dentro de lo que las superestructuras mentales permitieron, se lograron avances revolucionarios: recuperar las paritarias; incorporar a todo el universo de viejos a una jubilación aún sin haber hecho aportes; generar condiciones de estudio más dignas con alumnos alimentados, bien vestidos y con recursos materiales y tecnológicos; nacionalizar, de a poco, para recuperar el patrimonio nacional; realizar una política de ampliación de derechos que ya no tiene forma de retroceder (matrimonio igualitario, muerte digna, etc.) y poner sobre el tapete para avanzar más en tal sentido (despenalización del consumo de drogas, ley de interrupción del embarazo, etc.) y tantos logros más, no pueden tomarse a la ligera. Perón también gobernó con el sector tradicionalmente dominante presente y expectante; y ya nadie niega su carácter revolucionario. Negarle las mismas virtudes a este gobierno porque comete los mismos “pecados” que en su momento mereció el mismo cuestionamiento, no es de análisis serio, sino de necios. Quien quiera oír… ¡Que oiga!


[1] Halperín Donghi, Tulio, La larga agonía de la Argentina peronista, Buenos Aires, Ariel, 1994, p.26.
[2] Ibídem, p. 18.

miércoles, 10 de abril de 2013

La Iglesia Católica: misterios de fe e interrogantes terrenales. El nombramiento de Bergoglio como Papa



“Padre Francisco,
No les pregunte lo que piensan sobre Cristo,
Tienen otra preocupación…”
La asunción de Jorge Bergoglio como líder máximo de la Iglesia en el cargo de Sumo Pontífice o Papa, ha dado y seguirá dando mucha tela que cortar. Desde Historia Nacional y Popular nos propusimos la difícil e inevitable tarea de dar sentido a las eternas palabras de George Duby, Henry Lefevbre o Edward Carr, entre otros, que es el de mantener la Historia como un constante devenir entre el Pasado y el Presente; que la Historia tenga la función de darle sentido, desde el largo plazo, a la explicación de la coyuntura, del corto plazo. Y así nos hemos expedido en múltiples ocasiones, siempre intentando marcar la distancia en el análisis que puede otorgar un historiador, distinta a las urgencias del tiempo de los periodistas.
Para abordar un tema de ribetes tan complejos como éste, fue necesario, incluso, realizar un examen introspectivo, como les ha sucedido a muchos y como hace mucho tiempo no se veía en la sociedad argentina. El análisis de la fe desde una perspectiva histórica y social formó parte de ese abordaje. Y hasta en eso la sociedad se dividió o se sintió disgregada por compartir/no compartir esta designación y por analizar cuánto afectaba esto a la vida política o religiosa en la sociedad argentina y hasta en lo individual.
Al calor del debate hubo posiciones extremas y cambiantes, lo cual es un saludable signo de maduración política; no se cambia para peor, sino para mejorar por convicción. En muchos casos esos cambios resultaron en posicionamientos aún más rígidos, especialmente ante la advertencia del posicionamiento del rival político de turno. Así, la designación papal se politizó como nunca en la Argentina y se perdió de vista la verdadera dimensión política que cobraba en el mundo. En otros casos ese cambio de posición fue el signo de un reacomodamiento político de alineación (o alienación, que es peor) con la estructura; y, a veces, el cambio también fue la forma de tomar distancia de quien antes estaba parado en la vereda de enfrente, de pronto se cruzó y no se lo puede tener cerca.
En nuestro caso será imprescindible que realicemos un análisis riguroso para dejar sentada una posición tal y como siempre intentamos, certera o equivocadamente, eso no lo decimos nosotros. Pero honestamente… Seguro.

“Padre Francisco
Le han agregado otro clavo al crucifijo
Para olvidarlo en la pared.
Pan y trabajo
¿De qué milagros habla usted?
Techo y debajo
La tierra donde cultivar la razón y la fe”.
Es imposible comenzar a discernir la coyuntura eclesiástica sin entender el problema histórico de la Iglesia Argentina con la sociedad en que está inmersa.
A fuerza de ser honestos, la Historia de la Iglesia Católica no es precisamente el espacio desde el que uno puede reconciliarse con la Fe. Desde que Constantino le da impulso en el anochecer del Imperio Romano, la Iglesia Católica se distancia del predicamento de Jesús de una Iglesia donde los pobres sean los privilegiados y fomenta institucionalmente, una concepción política, económica y social: la Iglesia de los tres órdenes. A cada orden le correspondía un sitio en la sociedad y era la voluntad de Dios que nadie sacara los pies del plato. El primer orden era el de la espada, el de los que guerrean, es decir, de los que mandan; quien guerreaba lo hacía en nombre de Dios y tenía, por el poder que la espada le confería (también Dios, cual elevación de He-Man) el poder de gobernar al resto. El segundo orden era el de la oración; quienes se enrolaban aquí debían dedicarse a rezar y estar en contacto permanente con Dios. Por ello, éste era el orden reservado a la Iglesia y a sus “milicias”; cada “soldado” de Dios tenía el privilegio de vivir rezando y no tener que preocuparse más que por que sus rezos lleguen a oídos del Señor. Para ello era imprescindible la existencia del Tercer orden: el de la labor. Aquí se enrolaban, hablando en criollo, los que laburaban para sostener a los otros dos órdenes, de modo que el primero pueda estar afilando la espada y rascándose (mientras no había guerra) o el segundo orden pueda estar rezando para que el orden designado celestialmente no cambie. Y menos que menos, por una rebelión de los que en realidad ponían el hombro para que el resto tenga la panza llena.
Para disciplinar a estos potenciales díscolos, hubo que generar ciertas pautas o normas (o mandamientos) y volcarlos en forma de amenazas a las masas campesinas que, antes que a la espada le temían a la ira de Dios, ya que una civilización en desarrollo deposita más su fe en la mística que en la ciencia. De más está decir que aún hombres de ciencia como Galileo y Copérnico debían renegar de lo que sus ojos, a través de sus estudios, le mostraban: algo tan sencillo como que la Tierra giraba alrededor del Sol. El destino era, aún después de afirmar la fe divina, la hoguera, la cárcel o los tormentos a manos de la Santa Inquisición.
“Padre Francisco
Habrá que multiplicar panes para el pueblo
De lo contrario no habrá Dios.
Padre Francisco
Ya no podemos darle al César lo del César,
Pues se lo lleva sin pedir”.
La llegada del europeo a América trajo la Conquista a manos de la “Civilización”. Y ésta llega de la mano de la Iglesia Católica que con el Tratado de Tordesillas divide salomónicamente al “nuevo” mundo entre España y Portugal dejando en manos de la primera la mayor parte de la torta por tratarse de la nación más católica de Europa. Esta Conquista fue, al decir de Ruggiero Romano, con la “espada y la cruz”, complementos necesarios e imprescindibles para disciplinar a seres oscuros que osaron desconocer a Dios y se atrevían a adorar a la Tierra, al Sol, la Luna y el Agua como dioses. Por eso la espada llega con una importación de lujo desde Europa: la Inquisición; y su vasallo más temible y eficaz: el Marqués de Torquemada. La Iglesia Católica se convierte así en un aliado feroz del Conquistador. No seduce a sus futuros feligreses: los intimida. Las leyes para la práctica de las antiguas religiones era brutalmente reprimida y los nativos no escarmentaban. Hasta que dejaron de hacerse matar y disfrazaron a la Virgen María de Pachamama o a cada santo le atribuyeron alguna virtud ligada a las bendiciones de la Naturaleza que supieron adorar. De este modo, un santo servía para la cosecha, otro para la fertilidad y así sucesivamente. La manera velada de evadir la represión del invasor y de disfrazar la creencia, sin dejar de creer.
La Iglesia Católica con sede en Roma nunca dejó de tener una posición política y ésta siempre fue una: del lado del poderoso. De modo tal que al producirse el cisma revolucionario en América apoyó cada intento de restauración monárquica, tal como había aceptado y se había inclinado ante la figura y la coronación de Napoleón Bonaparte, a regañadientes incluso, pues se estaba convirtiendo en una figura con más poder que el mismísimo Papa, hasta entonces el verdadero soberano del planeta. Y rápidamente, luego, celebró su caída, como era de esperar. Pero lo más impactante es que, al revés de la prédica de Cristo, el Vaticano se pone al servicio del poder y, aún más, contribuye al sometimiento del débil de manera directa o brindando los fundamentos teóricos basados en una teología del poder. No se trata de otra cosa más que de ideología y, aquí, es donde los tantos empiezan a mezclarse: el servilismo de la institución eclesiástica al poder político y viceversa, es una cuestión de ideología al servicio de la fe, o viceversa.
Alce sus manos
Para invocar la protección,
De los hermanos
Cuyo pecado fue nacer sin control ni calor.
Emilio Mignone nos explicaba de una manera doméstica esta sumisión, relacionada con la historia eclesiástica argentina ligada a la institución del Patronato. Desde Mayo, entonces, cuando la Junta Revolucionaria se arroga el manejo de la Iglesia a nivel local (de eso se trata esta institución), las relaciones entre el Vaticano y el poder político porteño se fueron dando a los tumbos y a las patadas, pero siempre con un predominio eclesiástico y con los correspondientes berrinches vaticanos cuando el poder político intentaba o lograba imponer sus intereses. Sucedió con la sanción del Código Civil y la laicización educativa de fines del siglo XIX y principios del XX, que quitaba injerencia mística al matrimonio o a los nacimientos, por ejemplo, otorgándole al Estado la potestad de casar y de inscribir en un registro propio el nacimiento y la defunción de sus ciudadanos, en esos casos.
Esta sumisión, decíamos, estaba estrechamente ligada a la ideología del nacional catolicismo, donde el Estado es católico (como lo fue históricamente en la Argentina), glorifica como época dorada de la religión a la Alta Edad Media y, por supuesto, define como denigrante para el orden social al nominalismo filosófico, al cartesianismo y la reforma religiosa luego y, por último, a la Revolución Francesa con su concepción del liberalismo político. La restauración conservadora es la de permitir a los Estados el acceso al control político y compartirlo junto a las autoridades religiosas, quienes oficiarían de salvaguarda moral; claro que esa salvaguarda es recíproca. La moralidad es resguardada por la clase política y el orden económico y el respeto a la propiedad privada es sostenido teológicamente por los servidores de Cristo, para quienes será importante conservar el orden social de las cosas. Y para que ello suceda, es esencial que el orden económico se mantenga siempre en manos del mismo amo.
Padre Francisco
No le preocupe que lo llamen comunista
Con estandarte y altavoz.
El siglo XX transcurre con la relativa “normalidad” a que la Iglesia Vaticana nos tenía acostumbrados. El apoyo de la Iglesia a los alzamientos contra Perón y la leyenda “Cristo Vence” en los fuselajes de los aviones que bombardearon la Plaza de Mayo, dan testimonio de esa comunión de intereses. Pero algo vino a entorpecer esta tensa calma y salió del lugar menos esperado: el mismísimo Vaticano. El Concilio Vaticano II, convocado en enero de 1959 por Juan XXIII y continuado por Paulo VI le da un cariz social a la acción religiosa institucional. Claro que es el resultado de un contexto internacional: Argelia, Corea y, especialmente, Cuba, se rebelan a ese orden impuesto por las potencias y apuntan directamente al corazón de las injusticias. Los pueblos latinoamericanos, profesos de fe católica, se encolumnan detrás de estas rebeliones levantando las banderas de la justicia social sin importar el orden político y económico que los contenga, siempre y cuando la pobreza comience a ser combatida. Los pueblos encabezan la vanguardia; la Iglesia quedaba detrás y lejos.
La salida “políticamente correcta” o el único camino que le quedaba al Vaticano era acompañar los tiempos o quedarse en la soledad conservadora para luego ser condenada por el barro de la Historia. Por primera vez opta por el camino de los pueblos y acompaña los procesos políticos, tibiamente, por cierto, pero lo hace. La “Populorum Progressio” es la encíclica de 1967 dedicada, casi con exclusividad, a los pobres del Tercer Mundo y se atreve a hablar de la explotación de los pueblos por parte de los poderosos, así como de la justicia de las rebeliones hacia esa explotación. Dijimos que la Iglesia camina junto a los pueblos, pero la misma Iglesia es llevada por sus pueblos, por sus rebaños. El ejemplo de Camilo Torres, sacerdote colombiano que muere empuñando un fusil a manos del ejército, cunde entre los sacerdotes y en Argentina, aún sin adherir a la lucha armada, sí están dispuestos a acompañar las rebeliones muchos obispos y sacerdotes, entre quienes destacan Angelelli y Mugica. La Teología de la Liberación, fuerte y poderosa en Brasil, incluso hasta hoy día, se manifestaba de modo particular en nuestro país.
Pero el avance de la derecha de la mano de las dictaduras en Latinoamérica, contrae este movimiento político-religioso y los sacerdotes son ordenados a abandonar las barriadas, las villas y sus trabajos junto a los pobres para volver a la meditación de los conventos. Muchos lo aceptan. Algunos pocos no. El caso más conocido es el de las monjas francesas, con un trabajo muy destacado en las villas del Partido de Morón y secuestradas por Alfredo Astiz, o el caso de los monjes palotinos. Pero una institución con la importancia que tiene la Iglesia a nivel mundial, sólo permite la desaparición o el asesinato de sus fieles o miembros, si éstos son incómodos para sus intereses o sus políticas. Y en nuestro país, la Junta Militar golpista, la misma madrugada del 24 de marzo, antes de dirigirse a la Casa Rosada, fue a buscar la bendición de la cúpula eclesiástica, confirmada luego por Monseñor Tórtolo y Quarracino y tantos jerarcas más en declaraciones a la prensa y en múltiples homilías. Y allí es donde se cuestiona la participación de quien hoy es elevado al cargo superior de la Iglesia, el cardenal Jorge Bergoglio.
Padre Francisco
Salga por Cristo a predicar
Una justicia más audaz.
Ya no habrá calma,
Háblele al alma del pueblo en pie.
Se necesita tanta fe:
Sea usted capaz.
(Miguel Cantilo; “Padre Francisco”).
El debate que se produjo en la sociedad argentina fue el de suponer que un Papa que habría estado (aún no hay pruebas fehacientes de ello) implicado en la desaparición de dos sacerdotes, que incluso haya estado más cerca de la alcaldía de la Buenos Aires macrista que del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner o que haya tenido una activa participación en contra de iniciativas populares tales como el matrimonio igualitario, era un retroceso para la Iglesia Vaticana. En primer lugar, pensé en quedarme con la simplificación de X que hizo un periodista: “Mejor argentino a inglés y preferible jesuita a Opus Dei”. Pero no. Sería quedar en eso: en una mera simplificación. Entonces traté de bucear más profundo aún y me pregunté: después de 2.000 años de Historia conservadora, la Iglesia Católica… ¿Hubiera generado un cardenal revolucionario? ¿Y encima lo nombrarían Papa? Sería demasiado pedir. ¿Una institución conservadora reproduce cuadros conservadores o transformadores? ¿La norma es que los sacerdotes sean conservadores o no? ¿La Institución plantea algún modo de transgresión más allá de lo espiritual? ¿La vida terrenal al amparo de la Iglesia, definitivamente, mostraría cambios y avances que conduzcan al matrimonio igualitario o la identidad de género, por ejemplo, o las reprimiría?
De modo tal que este Papa, cuando ejercía como cardenal, se opuso a las iniciativas del gobierno popular de Cristina Kirchner lo que dio en la simplificación del opuesto que, si se opuso antes ahora también es opositor, por ende, los opositores… Consiguieron el candidato presidencial para el 2015 que estaban buscando!!! Si, es una exageración, pero aunque parezca mentira, fue casi así como fue tomado por el espectro político opositor argentino. Y el oficialismo, por mera reacción, se plantó ante semejante postura denostando al recién nombrado Papa. Y siguió siendo, simplemente eso: una mera simplificación. Y hubo quien pensó: “¿Y ahora que la presidenta viajó al Vaticano y se sacó la foto dándole un beso? ¿Es una derrota? ¿Es traicionarse?”. Las especulaciones fueron varias. Y los análisis siguieron siendo simplistas y apuntaron desde la conveniencia hasta la derrota o el triunfo de uno y otro.
El Papa ya no es más el cardenal Bergoglio. Tiene un planeta que atender y el caso sería semejable a que Sabatella, como secretario de la AFSCA , esté más preocupado por lo que hacen los periódicos de Morón sólo porque marca el inicio de sus orígenes políticos. Y que Cristina lo visite en calidad de primera mandataria no es una cuestión en la cual se pone en juego la dignidad presidencial o del Estado Nacional: por el contrario, la obligación de cumplir con el protocolo la tiene que consumar aún con más premura que ante el nombramiento de un papa checoslovaco (si fuera el caso) sólo por la calidad de la Nación católica a quien representa con su voto (¿o no sería frustrante para el votante o el militante católico de Cristina rechazar la invitación del Papa para ser la primera mandataria en ser recibida en la gestión de este papado?).
La mala noticia es que el Papa no es ni será nunca progresista. Una institución conservadora y derechista como la Iglesia Católica no nombraría como líder a alguien que ponga en peligro sus bases políticas, económicas y sociales. La buena noticia es que más a la derecha que Juan Pablo II, que convalidó las dictaduras latinoamericanas y que Benedicto XVI, que condenó las libertades sexuales y amparó las invasiones norteamericanas a los pueblos islamitas, no se puede estar. Una cosa son los gestos de impacto visual como celebrar la Pascua con pobres y besar sus pies descalzos y otra cosa es redactar una encíclica como la “Populorum Progressio”. Y en eso, a Bergoglio, para ser Paulo VI, le falta tanto como a San Francisco para ser Jesús. Y eso que Paulo VI tampoco era el “Che” Guevara de la Iglesia Católica…