domingo, 26 de diciembre de 2010

Año nuevo, luchas viejas

Estamos próximos a comenzar un nuevo año, con las esperanzas de siempre y los sueños renovados. Éste no será un año más: en lo electoral se presenta una dura batalla a ganar por el campo nacional y popular, sabiendo que las condiciones objetivas, hoy, pueden favorecer el triunfo de Cristina Fernández de Kirchner, pero teniendo presente que el enemigo no descansa. Los hechos del Parque Indoamericano y lo sucedido en la estación Constitución son apenas dos pequeñas muestras de que la creación de un clima de inseguridad, inestabilidad e ingobernabilidad figuran en el primer lugar de la agenda política de la oposición, tanto de derecha como de izquierda. La claridad de conceptos de la presidenta de la Nación en el mantenimiento firme de no reprimir la protesta social así como el mantenimiento de la iniciativa política con la creación del Ministerio de Seguridad, hablan a las claras de un proyecto político serio -sumado a lo ya logrado, léase ex AFJP, Aerolíneas, Ley de Medios, AUH, y tantísimos etcéteras- frente al intento de la oligarquía por recuperar los espacios perdidos. Por primera vez en la Historia, a juicio de este humilde servidor, el campo nacional y popular tiene la iniciativa y la unidad necesaria para afrontar el desafío que le propone el enemigo. Y éste será también, desde este espacio, el desafío de historiar y explicar porqué estuvimos siempre detrás y desunidos y porqué la derecha tuvo la cohesión necesaria para estar siempre un paso delante nuestro.
Tampoco hay que descansar en cuanto a los logros: ya lo dijo la presidenta, "mientras haya un pobre seguirá habiendo injusticia"; ni olvidemos las palabras de Néstor: "vamos por el 50 y 50". Es éste el camino. Hay mucho por hacer. Hay mucho por pensar. Y mucho por debatir. Y el debate se presenta en las tareas cotidianas, en las reuniones de fin de año con los parientes "gorilas" que todos tenemos, en las salas de profesores -para quienes estamos en la docencia-, profesión que nuclea a lo más rancio del mediopelismo... La batalla se presentará cada día y en todo momento. Y allí debemos estar nosotros para aportar y clarificar a los indecisos y convertir a los infieles en nuevos soldados de la causa.
Desde Historia Nacional y Popular, les deseamos un feliz año en lo personal, en lo social y en lo político. Este año nos renovaremos en este sitio que recién comienza a gatear, con nuevas secciones -congresos, charlas, conferencias, con las novedades al respecto, biblioteca virtual, etc.- y con todo aquello que puedan aportar como ideas ustedes, quienes entraron o entran alguna vez a chusmear lo que intentamos proponer.
Agradecido por su lectura, Historia Nacional y Popular les desea un feliz 2011. Esperamos sus propuestas, comentarios y críticas.

jueves, 16 de diciembre de 2010

El menosprecio hecho concepto: el "populismo"

El menosprecio hecho concepto: el populismo

Citando a Hobsbawm, la crisis del ’29 en la bolsa de Wall Street dio origen a una fuerte politización en Latinoamérica, permitiendo el surgimiento de los “populismos”. Nos permitiremos, entonces, aclarar porqué no acordamos con esta conceptualización de los movimientos nacionales y populares surgidos en la región, para dejar sentado porqué de aquí en más los llamaremos así.
Tomaremos para ello un concepto temprano de populismo analizado en los primeros ’70 por Torcuato S. Di Tella, y para ello, nada mejor que citarlo textualmente para descuartizarlo, desmenuzarlo, condimentarlo y llevarlo al plato para comerlo como Dios manda y la Virgen recomienda. Di Tella nos señala que hay dos sentidos que usualmente se le dan al término: “En un primer sentido significa una ideología que asigna valor a las características y modos de vida reales de las masas de la población, y que expresa sus demandas inmediatas y más bien espontáneas. En esta acepción distintos movimientos políticos pueden tener diversos grados de populismo en su ideología. Pero también puede emplearse el término populismo para designar un tipo especial de coalición (…), a saber, existencia de una elite de status alto o medio, alto carismatismo o ideologismo, y un apoyo de masas con alta movilización pero baja organización autónoma. Por cierto que hay una fuerte tendencia a que los movimientos populistas tengan una ideología populista, siendo el peronismo y el varguismo los principales ejemplos de ello. En el aprismo la ideología tiene un elemento mayor de igualitarismo social y de liberalismo, y en el fidelismo el elemento socialista se fue haciendo cada vez mayor, mientras que el liberal disminuyó”[3].
Visto a grandes rasgos, y hasta con un poco de mala leche, uno podría citar también a Discépolo y decir que el populismo no es ni más ni menos que “la Biblia junto al calefón”. Podemos coincidir en que no hay un rasgo característico ideológico que defina al populismo. Se puede volcar desde el igualitarismo social y el liberalismo hasta el componente socialista, como definía Di Tella; pero con ello se redunda sobre la idea de que un movimiento populista tenga una ideología populista. Se supone que, aunque muy inocente que sea, todo movimiento tiene una ideología; y se cae de maduro que si ese movimiento es populista su ideología será tal. Ahora… ¿Por qué el varguismo y el peronismo son los “principales ejemplos” de populismo? Quizás porque son quienes tienen un componente ideológico más claro en lo que refiere a la atención de los sectores más postergados –las clases populares-, pero no porque los otros populismos no lo tengan. Aunque también lo que Di Tella califica de fidelismo lo posea, pero ya con un marcado carácter de clase y una ideología más europeísta –el marxismo-, adaptada a sus particularismos nacionales –de allí que el “fidelismo”, como lo define Di Tella, pueda ingresar en la categoría de los nacionalismos populares-.
Por ello mismo admite, líneas adelante, que “En los países del Tercer Mundo las formas de acción política popular son bien distintas de las que la prédica marxista en general ha postulado” y que se generan “insólitas alianzas, a lo que la teoría política a menudo clasifica con el concepto un tanto vago de populismo”[4]. Ese “concepto vago” es lo que nos proponemos cuestionar para abandonar su carácter difuso y proporcionarle un sentido más concreto.
Para referirnos al concepto de Di Tella, nos atrevemos a considerar que ambos sentidos que él les da no son incompatibles, sino complementarios. Los movimientos nacionales y populares son populares pues atienden las demandas urgentes de las masas; se complementa con el otro sentido en cuanto a la representación que provoca en las masas, las cuales se movilizan detrás del movimiento de manera inmediata; también, porque los nacionalismos populares se conforman mediante una alianza de clases, la “coalición” a la que Di Tella hace referencia, pues los nacionalismos populares son, en su praxis política, pragmáticos. Por ello, también, son nacionalismos: amén de pronunciarse, en mayor o menor medida, como antiimperialistas y antioligárquicos, surgen desde una crisis de identidad nacional que los obliga a reposicionarse ante un mercado que antes los sometía a un rol secundario y sin expectativas de emancipación soberana. Para lograrlo, debe atender las particularidades de su nación, desde lo político, lo social, lo económico, lo cultural, lo geográfico y lo histórico; esas particularidades –propias de su devenir histórico y absolutamente disociadas de las estructuras clásicas europeas- le marcan un camino inevitable: es imposible erigirse como alternativa de poder ante la presencia de oligarquías enquistadas en lo alto de la pirámide económica, política y social si no se logra un pacto de convivencia o un encuentro de intereses que les permita capear, al menos, las tormentas más complejas[5]. Las alianzas de clase, lo que en algún momento hemos definido como “integracionismo clasista”, son producto del proceso de desarrollo tan particular del capitalismo latinoamericano, que se convierte en poder hegemónico no por una revolución burguesa, como sucede en Europa, sino a partir de una lucha hacia el interior de sus propias sociedades, que no detallaremos aquí por no ser éste el tema en cuestión, pero sí lo mencionamos para que se entienda esa diferencia tan especial que los historiadores del academicismo no terminan de comprender.
Avanzando en la caracterización de Di Tella, tenemos que las alianzas de clase que ensayan los nacionalismos populares no se explican por “el carácter subdesarrollado de estos países, o por falta de educación o de experiencia política de su población”, lo cual nos puede llevar a exhalar un suspiro de alivio, pero si seguimos unas líneas más abajo, inhalaremos nuevamente ese aire para volver a agazaparnos ante lo que sigue: en Europa, las condiciones de atraso también fueron similares, nos dice, pero el desarrollo de fuerzas políticas “no exhibe los rasgos epidémicos que presenta en el Tercer Mundo”[6]. ¡Voilá! ¡En algún lado iba a mostrar la hilacha la costurerita que dio el mal paso! Pues si nos atenemos al Diccionario de la Real Academia Española, epidemia es la “enfermedad que por alguna temporada aflige a un pueblo o comarca, acometiendo simultáneamente a un gran número de personas”. Alguna vez Osvaldo Guglielmino dijo que para romper con la dependencia hay que descolonizar, primero, las Malvinas mentales. Lo que Di Tella hace es pensar y conceptualizar a los movimientos nacionales y populares desde las Falklands y no desde las Malvinas; conceptualizar a los movimientos nacionales y populares como “populismos”, tal como hace la ciencia política y la historiografía europea y anglosajona es un error que se comete desde la comodidad de meter todo lo que se encuentra en la misma bolsa y darle a esos elementos embolsados un mismo nombre, dejándonos vencer por la pereza de no tener que clasificar y analizar cada uno de ellos. Y los nacionalismos populares, desde su lógica pragmática, construyen de acuerdo a las particularidades de cada nación –por ello, más adelante, Di Tella separa cuatro tipos de populismos de acuerdo a su grado de desarrollo, urbanidad, ruralidad, etc., bien caracterizados, por cierto- esas alianzas de clases, sus objetivos políticos, en síntesis, su ideología. De allí que no hay países de Latinoamérica que tengan un nacionalismo popular calcado de otro, sino que pueden presentar alguna característica similar pero, en general, son todos distintos unos de otros.
Por ello, los elementos comunes que podemos encontrar en todos estos movimientos es que son nacionalistas –en mayor o menor medida- y son populares –también en mayor o menor medida-, antiimperialistas y antioligárquicos. Tienen alianzas policlasistas, con un mayor o menor grado de participación de la alta burguesía e, inclusive, del aparato militar. Sus ideologías se expanden por todo el arco ideológico, como también nos señala Di Tella, de acuerdo al grado de participación que tienen en esa alianza las distintas clases sociales y al grado de desarrollo urbano. Y, tal el caso de la Argentina, las clases medias, gracias al alto grado de movilidad social –o la alta expectativa respecto a ésta-, tiende a volcarse al signo ideológico contrario al de los movimientos nacionales y populares ya que la redistribución de la riqueza y del orden socioeconómico vigente las vuelve conservadoras, tratando de sostener un status quo que no es más que un castillo de naipes presto a derrumbarse en cuanto los vientos de las condiciones socioeconómicas no sean favorables para la alta burguesía[7].
Latinoamérica, pues, se encuentra en plena efervescencia luego de la crisis de los años ’30. Mientras en México Lázaro Cárdenas arremete contra la burguesía terrateniente con una reforma agraria acorde a las necesidades populares y le suma a ello la primera experiencia de constitucionalismo social en América Latina, en Brasil Getulio Vargas comienza una experiencia nacionalista y popular, ya entrados los ’40, al tiempo que en la Argentina comienza a gestarse el germen de otra “epidemia” “populista”: el peronismo. Como toda epidemia, ya no hubo forma de frenarla. Especialmente si el paciente no permite ser tratado ni curado.

[1] El siguiente, es un fragmento –adaptado para la ocasión- de un trabajo más amplio de investigación que estamos realizando sobre el peronismo y el sindicalismo durante la “Revolución Libertadora”.
[2] Hobsbawn, Eric; Historia del siglo XX, Buenos Aires, Crítica, 1998, p. 217.
[3] Di Tella, Torcuato S., Clases sociales y estructuras políticas, Buenos Aires, Paidós, 1974, p. 48. El resaltado es del original.
[4] Ibídem, p. 67.
[5] Es posible convertirse en alternativa de poder sin los sectores del poder dominante, sólo mediante una revolución radical –entendiendo a una revolución como un cambio brusco de las estructuras políticas, económicas y sociales que modifiquen las relaciones de dominación y subordinación entre las clases sociales en pugna-, lo cual no se daría en términos pacíficos y, por supuesto, en una situación de correlación de fuerzas absolutamente desfavorable, derrota que derivaría en un fuerte retroceso de los avances logrados, en cualquier caso, por los nacionalismos populares.
[6] Ibídem, p. 67.
[7] El caso de la política económica de Martínez de Hoz durante la última dictadura militar (1976-1983) y la década de los ’90, con su potente y feroz carga de neoliberalismo, demostraron que, así como los sectores populares son los más afectados por las crisis capitalistas, las clases medias de los países en vías de desarrollo son las que le siguen, inevitablemente, en la caída.

sábado, 4 de diciembre de 2010

¿Discutir a Halperín Donghi o discutir ideologías? Análisis historiográfico en torno al “academicismo” y la “objetividad” histórica

La intención básica de proponer un análisis –parcial- de la obra de Tulio Halperín Donghi es, fundamentalmente, el desafío que tamaña empresa representa. En primer lugar, por la amplitud de su producción, además de su variedad y riqueza; en segundo lugar, por la complejidad de su pluma que no oculta una agudeza de análisis pero que sí dificulta la lectura de sus ideas más brillantes; y, finalmente, el sitial encumbrado en que se encuentra dentro de los ámbitos académicos de la historiografía argentina, lo que implicaría oponerse a la opinión generalizada de toda la comunidad científica que lo presenta casi inmune a las críticas –aunque cuando una de ellas se manifiesta, siempre lo hace con una caricia detrás que avala/comprende/justifica el error que haya podido cometer, libre de toda culpa o pecado[1].
Situarnos en los laberintos biográficos de Halperín Donghi sólo tiene sentido en la medida que se relaciona con la forma en que la realidad nacional impacta sobre su ideología, lo que finalmente repercute, como cabe esperar, en su producción como historiador. Porque su labor profesional se ve torcida a veces, y enderezada otras, por los vaivenes políticos del país que lo vio nacer. Y el influjo de los mismos en su ideología lo llevó a cometer esos pecados de los cuales ya ha sido absuelto por la comunidad intelectual. Él mismo reconoce que su vasta producción hubiera sido imposible si no se marchase del país en 1966, ya que los tiempos y capacidades de investigación profesional en la Argentina son imposibles de igualar a la solvencia brindada por los organismos, fundaciones y universidades extranjeras para la labor científica[2]. Su exilio en los EEUU ahonda sus convicciones ideológicas para situarlo aún más en las antípodas de ese revisionismo que siempre cuestionó desde su fe cívica de raíz socialdemócrata. Y desde ese credo se sitúa su incomprensión hacia los movimientos populares y el desarrollo de las naciones con formas tan particularmente propias de la América Hispana como distantes de la civilización “democrática y occidental” que quisiera ver en su país[3]. Estas formas de construcción política propias de la inmadurez latinoamericana son las que, en las diversas crisis manifestadas durante el siglo XIX, repercutieron sobre el modelo de construcción de naciones en América Latina especialmente en la formación, legitimación y autoridad institucional, encarnada en la figura del Estado. Es éste el modelo norteamericano que sobrevuela la ideología halperiniana: el Estado fuerte, la Nación bajo su tutela y la población detrás de su proyecto. A pesar de las estructuras económicas y de no idealizarlo como los emigrados antirrosistas, sabe valorar el orden institucional chileno de Portales y su progresiva liberalización[4], por ejemplo.
Pero volviendo a las influencias coyunturales y estructurales, podemos citar, en el primero de los casos, la estructura económico-dependiente del análisis de la CEPAL en su Historia contemporánea de América Latina, al analizar como causa del fracaso del despegue hacia el desarrollo en el subcontinente, en las tres partes en que se divide la obra, el paso de una sociedad dependiente colonial a una neocolonial, así como un agotamiento de ese orden neocolonial que marca un cierto escepticismo –más que desesperanza-, propio de la producción sesentista. En cuanto a la influencia del segundo tipo, la larga duración braudeliana de la escuela de Annales de la época, utilizada para dar forma a esas tres etapas estructurales y las subdivisiones en el tiempo medio, le dan una consistencia y lucidez al trabajo convirtiéndolo, con justicia, en un clásico y un modelo posterior para otros emprendimientos de carácter similar.
Es aquí donde podemos situar los fuertes del catedrático de Berkeley: el siglo XIX, por ser el período que vive como historiador y no como contemporáneo, es el que mejor le sienta a la hora de producir aportes. Y aquí es donde situamos a sus dos obras más importantes, a nuestro entender, en orden cronológico: Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla[5] y la quizás menos difundida pero tan brillante como la primera, Una nación para el desierto argentino[6]. En Revolución y guerra... vemos desarrollar de manera sagaz (que luego continuaría con la misma calidad en Una nación...) la veta que mejor le sienta a Halperín: el análisis de la construcción política, los distintos actores y cómo las ideas enfrentadas en ese quehacer determinan el desarrollo de las prácticas sociales y sus fracturas y continuidades como estructura social. Se puede estar de acuerdo con Eduardo Hourcade cuando señala como falencia el manejo de los tiempos braudelianos y el desenvolvimiento de la obra en el tiempo medio, de la coyuntura, del economista[7]. Eso sí, siempre y cuando uno tome como prerrequisito indispensable para el quehacer histórico la ligazón a un modelo previo. De otro modo, si prescindimos del esquema braudeliano, la obra es un lúcido aporte que nos acerca a la formación de esa élite –de manera inconclusa, según Hourcade[8], ya que el trabajo se cierra en 1820 y, según él, apenas allí comienza a configurarse esa clase dirigente-, militar y comercial, en proceso de desarrollo y con conciencia de sí desde las mismas invasiones inglesas y, lo que es aún más novedoso, su legitimación a partir de la práctica política con tareas de disciplinamiento y la invención de un imaginario nacional como tareas revolucionarias en su segunda parte, así como la fragmentación regional para el desarrollo de una Historia integral o federal, si se quiere[9], tarea similar a la propuesta –con mayor amplitud en el manejo de los tiempos históricos, para complacer a Hourcade- en De la revolución de independencia a la confederación rosista[10], aunque con una producción en forma de manual y con una concepción más política que social.
¿Se puede considerar a Una nación... como una continuidad de la propuesta iniciada en Revolución y guerra? En gran parte, si. Aquí, la élite en formación de Revolución... ya se encuentra asentada y lo que vemos son los distintos grupos de esa clase dirigente disputando la hegemonía. Esta “autodenominada Nueva Generación”, en palabras de Halperín, representada por las figuras emergentes de la clase ilustrada de Buenos Aires – Sarmiento, Alberdi, Echeverría, entre otros- se ve a sí misma como el reaseguro político para el proyecto de país en juego[11]. La obra se desenvuelve en el terreno de las ideas y el combate entre ellas para definir qué grupo comandará ese proyecto, que es el de la conformación geográfica, política e institucional que le dé unidad de Nación al territorio. Y ahora sí, como decíamos líneas arriba, el tiempo braudeliano del historiador se manifiesta con claridad, abarcando los inicios del régimen rosista para terminar en la Nación ya configurada y en manos de la Generación del 80. Lo que para muchos pasa inadvertido no deja de ser importante en la obra de Halperín: la valoración del proceso de afirmación del proceso político bajo el orden rosista que sienta las bases para la institucionalización del país, expresado en el ideario de Alberdi[12]. Vemos aquí, entonces, que no hay una visión muy distinta de Rosas que la que tienen sus rivales historiográficos revisionistas –las diferencias son de carácter ideológico y no de valoración del gobernador de Buenos Aires-La diferencia que tiene la Nueva Generación con Rosas es de tinte institucional; sólo la institucionalización del país le imprimirá una dinámica de Nación que la apartará del camino de la barbarie para encauzarla en el de la civilización. Y una vez institucionalizado, el avance y los distintos caminos propuestos a partir de las ideas y debates de estas élites ilustradas triunfantes[13]. Quizás la única falla –mínima, claro, sin pretender justificar el error pues visto a la distancia parece garrafal, pero no debe empañar el resto del aporte- que tenga la obra es la mención de un “temor nuevo frente al espectro del comunismo” frente a la crisis europea de 1848[14], un temor demasiado temprano, quizás y que no se encuentra debidamente desarrollado como para darle crédito. El aporte de la obra es la evolución histórica del ideario político de la Nación durante ese período, amén de los análisis lúcidos que Halperín le imprime a cada coyuntura. Es aquí cuando le damos la razón a Míguez, quien nos señala que esta nueva corriente de la Historia social no realiza una reinterpretación del pasado, sino que presenta un nuevo marco analítico[15].
Los elogios hacia la producción histórica de Tulio Halperín Donghi no precisan extenderse más, sino que basta remitirse a la comunidad académica para comprobarlos o conocerlos. Ahora trataremos de ahondar en lo silenciado, mutilado o ignorado de su obra. Por supuesto, el existencialismo sartriano nos indica que todo silencio intelectual es cómplice, nunca inocente. Y esa complicidad se presenta desde lo ideológico, ya que la comunidad intelectual Argentina coincide en gran parte con el análisis halperiniano en cuanto a la incomprensión de la irrupción del peronismo como fuerza política que le imprime un nuevo marco de análisis a la Historia nacional a partir de los años cuarenta del siglo XX. Argentina en el callejón es el paradigma de esa incomprensión, no muy distinta del resto de sus colegas, donde la visión sesentista de la nueva corriente analiza al peronismo emparentándolo con el fascismo, una versión “aggiornada” de fascismo criollo, pero fascismo al fin[16]. Por supuesto, como decíamos anteriormente, esta visión está influida por su carácter de contemporáneo y no por su profesión de historiador. Los vaivenes que tuvo Halperín respecto al peronismo –son conocidas sus diferencias a partir de la marginación institucional sufrida por la corriente de la Historia social encabezada por José Luis Romero y Gino Germani y de la que él formaba parte en los inicios de su carrera, durante los gobiernos peronistas- lo situaron en la vereda de enfrente no sólo de la corriente revisionista asentada con el peronismo, sino ideológicamente enfrentado con todo lo que este nuevo movimiento representaba. Tuvieron que pasar varias décadas para que se produzca un “revisionismo interno” en su propia visión y reconozca al peronismo como un movimiento revolucionario, que liquidó las estructuras del orden conservador para darle una nueva imagen al país, así como una nueva conformación de los actores políticos y la ampliación de derechos a sectores hasta entonces marginados y que encuentran un espacio al abrigo del nuevo movimiento[17]. Pero ya desde su título, La larga agonía... pretende anunciar la muerte de esta fuerza política tan poco cara a sus afectos.
Su ideología no le permite analizar el fenómeno peronista más que desde un sitial crítico y por eso no discutimos a Halperín, sino que discutimos ideologías. Porque el historiador, aunque pretenda esconderse bajo el velo de la “objetividad histórica”, termina sometido al devenir en que la Historia somete a cada uno de los mortales. Pretender ignorarlo, es pecar de inocente. Por ello, Halperín tampoco valora aportes significativos que amplíen el marco de análisis, tal como sucedió con el trabajo de Eliseo Veron y Silvia Sigal[18]. Lo descalifica a partir de ser un trabajo meramente de “análisis discursivo”, más propio de semiólogos que de historiadores. Pero malinterpreta desde el inicio –lo que corroe el resto del análisis- las relaciones interdiscursivas de las que hablan los autores entre el discurso de Perón y su concreción en el plano político. Los autores no sitúan al peronismo como ideología, sino como “dimensión ideológica”, ya que Halperín las relaciona directamente con “la relación entre el discurso y sus condiciones sociales de producción”[19]. Pero la dimensión ideológica, aporte muy interesante para aplicar a otros análisis[20], es un concepto que puede resultar polémico pero que no nos puede resultar indiferente. En términos generales, analizando el discurso del propio Perón, para Verón y Sigal la diferencia radica en que la ideología define el objeto de análisis, se pronuncia y es invariable a través del tiempo con respecto a ese objeto de análisis; la dimensión ideológica, en cambio, es ambigua en el análisis y modificable coyunturalmente[21].
Cuando discutimos a Halperín... ¿Se discute su capacidad profesional como historiador? ¿Se discute su honestidad intelectual? Decididamente, no. Lo que se discute es el áurea de inmaculidad en que se lo envuelve, ya que lo que se polemiza desde aquí es su posición ideológica que, a veces, traiciona su honestidad histórica –lo cual es inevitable, y en esto debemos darle la diestra a quienes lo comprenden o justifican en sus errores, aunque lo hagan desde otro lugar- y lo lleva a cometer atrocidades tales como la “ninguneada” –en términos jauretchianos- del bombardeo a Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955, con una extensión insignificante de apenas unas líneas[22], definir esa masacre como un combate[23] (?)- y la desmedida extensión -en términos comparativos- que tiene la quema de iglesias posterior al bombardeo[24]. El debate con Halperín es ideológico, no metodológico. Del mismo modo que él mismo, desde un profesionalismo más certero -cabe reconocer-, lo mantuvo con el revisionismo, aún desconociendo aquellos trabajos en los que no podía discutirles desde lo metodológico o “profesional”[25]. Aquí no hay un error conceptual, sino ideológico; su ideología lo llevó a desconocer un hecho histórico comprobable, para quitarle magnitud y darle preponderancia a lo que el historiador concebía como válido. Es aceptable y comprensible si convenimos que un historiador no puede despojarse de su ideología. Pero es incoherente e inaceptable en alguien que pretende despojar de ideologías a sus colegas para que produzcan libres de prejuicios o preconceptos, tal como cuestionó durante tanto tiempo a la corriente revisionista, en nombre del academicismo, la objetividad histórica y la honestidad intelectual. Claro que este planteo lo hacemos desde una distinta visión histórica influida –no sólo Halperín o los revisionistas están influidos por los avatares de su época; también nosotros pecamos de humanos- por las coyunturas posmodernas que vuelven imperantes el retorno de las tomas de posiciones concretas en la Historia, y no su desentendimiento, luego del anuncio del “fin de la Historia” y “la muerte de las ideologías”. Defender, en esta hora, el retorno de la ideología y el compromiso intelectual con posturas claras y definidas, es también defender la Historia.


[1] Para constatar este concepto de “crítica justificada-comprensiva”, véase el artículo de Hourcade, Eduardo, La construcción política de la sociedad en Revolución y guerra, o Roy Hora y Javier Trímboli, Discutir Halperín, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1997.
[2] Hora, Roy y Trímboli, Javier, Pensar la Argentina. Los historiadores hablan de Historia y política, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1994, pp. 39-40.
[3] Halperín Donghi, Tulio, Historia contemporánea de América Latina, Buenos Aires, Alianza, 1994.
[4] Ibídem, pp. 210-212.
[5] Halperín Donghi, Tulio, Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente an la Argentina criolla, Buenos Aires, Siglo XXI, 1997.
[6] Halperín Donghi, Tulio, Una nación para el desierto argentino, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982.
[7] Hourcade, Eduardo, La construcción política de la sociedad en Revolución y guerra en , p. 20.
[8] Ibídem, p. 23.
[9] Halperín Donghi, Tulio, Revolución y guerra..., op. Cit., pp. 123 y ss.
[10] Halperín Donghi, Tulio, De la revolución de independencia a la confederación rosista, en Historia Argentina 2, Buenos Aires, Paidós, 1998.
[11] Halperín Donghi, Tulio, Una nación..., op. Cit., pp. 11 y ss.
[12] Ibídem, pp. 20 y ss.
[13] Ibídem, pp. 109 y ss.
[14] Ibídem, p. 29.
[15] Miguez, Eduardo J., “El paradigma de la historiografía económico social de la renovación de los años ’60, visto desde los años ‘90”, en Devoto, Fernando J.(comp..), La historiografía Argentina en el siglo XX, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1994.
[16] Halperín Donghi, Tulio, Argentina en el callejón, Montevideo, ARCA, 1964.
[17] Halperín Donghi, Tulio, La larga agonía de la Argentina peronista, Buenos Aires, Ariel, 1998, pp. 17-42.
[18] Sigal, Silvia y Verón, Eliseo, Perón o muerte, Buenos Aires, Hyspamérica, 1988.
[19] Halperín Donghi, Tulio, Los fundamentos discursivos del fenómeno peronista, en Vuelta Sudamericana, N° 14, Septiembre de 1987, pp. 20-28.
[20] Gómez, Hugo Alejandro, Montoneros en Morón. Militantes y militancia. 1973-1976, Ramos Mejía, CLM, 2007, cap. III.
[21] Sigal, Silvia y Verón, Eliseo, op. Cit., pp. 18-21.
[22] Halperín Donghi, Tulio, La democracia de masas, p. 522, en Historia Argentina 3, Buenos Aires, Paidós, 1998,  vol. 3
[23] Ibídem, p. 522
[24] Halperín Donghi, Tulio, op. Cit., pp. 523 y ss.
[25] Un ejemplo de trabajo profesional y científicamente metodológico –aunque lo único que pueda objetarse es que el autor no sea historiador, hecho que no importa a la hora de citar a Horacio Giberti o Gino Germani, por ejemplo-, ignorado por la comunidad historiográfica a la que pertenece Halperín y por él mismo, es el de Scalabrini Ortiz, Raúl, Historia de los ferrocarriles argentinos, Buenos Aires, Plus Ultra, 1974 (6° Edición), o la crítica que sobre el mismo autor hace de su trabajo Política británica en el Río de la Plata, donde el cuestionamiento al primer trabajo no es su falta de profesionalismo, sino su “incumplida intención”, que para él no deja de ser la falencia de que Scalabrini no haya escrito un trabajo de Historia social 20 años antes que él o, en el segundo caso, la “demonización del influjo británico” (véase “El revisionismo histórico como visión decadentista de la Historia nacional”, en Ensayos de Historiografía, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1994).  Aquí es evidente que las razones del desdén son puramente ideológicas.