miércoles, 24 de agosto de 2011

¿Defensiva, contraofensiva u ofensiva? That is the cuestion…[1]

La entrada es gratis. La salida, vemos…[2]
La Revolución Francesa de 1789 representó un cambio significativo respecto del rol hegemónico entre mayorías y minorías. La burguesía francesa lejos estaba de ser la mayoría del campo social, pero avanzó sobre la minoría histórica –realeza y nobleza- con el apoyo de la masa campesina y el artesanado urbano. Se alzó con el poder e instauró una lógica discursiva acorde a sus tiempos, coincidentes con las demandas requeridas por la coyuntura y, fundamentalmente, con sus intereses. Junto a esta revolución, nació una nueva manera de interpretar la realidad, interpretación que nos acompaña hasta nuestros días. Las formas políticas y discursivas quedaron en manos de una clase social que venía interpelando el rol de las instituciones y de la sociedad como un todo indisoluble, con funciones reveladoras y novedosas, participativas y soberanas. Libertad e igualdad se tornaron conceptos poderosos en sí mismos, seductores, atrayentes, pero con connotaciones exclusivistas y muy definidas que no salieron a la luz sino con la mirada que permite el ojo del historiador.
Libertad e igualdad son partes componentes de un todo soberbiamente logrado, llamados liberalismo económico y liberalismo político, hijos también reconocidos por las Gloriosas Revoluciones británicas del siglo XVII. No es necesario recurrir al Banco Nacional de Datos Genéticos para realizar un examen de ADN que, de tan transparente, resulta obvio. Estos conceptos, con su poderosa carga ideológica, trascendieron la coyuntura para transformarse en verdades reveladas, absolutas, indiscutibles y, por lo tanto, incuestionables. Es inevitable, hoy en día, establecer una objeción sobre la libertad sin quedar atrapado por ello en las redes de la antidemocracia. Pero estos términos cobran una dimensión en boca de la burguesía, que no son necesariamente representativos de los intereses de la mayoría que dicen incluir. La libertad apuntó, desde sus inicios, a afianzar los preceptos del liberalismo económico, es decir, a definir como prioritaria en la nueva sociedad burguesa, la libertad de comercio y el libre tránsito de personas y bienes; pero sin nunca antes olvidar que esos bienes tienen quien los posea, es decir, su legítimo –la ley que ellos mismos escriben le da ese carácter- propietario. Libertad y propiedad no son lo mismo, pero en la sociedad burguesa son necesarios y complementarios entre sí[3]. En cuanto a la igualdad, estaba lejos de poder ser caracterizada como un protosocialismo; sus ambiciones estaban dirigidas a la erradicación de los privilegios de la nobleza, para implementar un equitativo soporte impositivo para los gastos del Estado, en principio, y para eliminar el privilegio de la ocupación de los cargos jerárquicos dentro de la administración estatal, después. Esta igualdad no pretendía equiparar o elevar a los campesinos hacia posiciones más justas, sino terminar con esa clase que osaba posarse sobre la burguesía ilustrada. Los nobles debían estar en el mismo estrato social que los burgueses. O sea, igualdad hacia los de arriba, nunca hacia los de abajo.
La Vanguardia es así…
Esta Revolución Francesa es, ante todo, la revolución burguesa por excelencia. Y al hablar de una revolución burguesa, estamos ante una revolución de clase. Y podemos decir que, por primera vez, la minoría privilegiada pierde la batalla de clases ante un sector que le gana la iniciativa. Desde entonces y hasta el siglo XX, la burguesía no pierde su posición de privilegio, pero tampoco su capacidad de ataque que le permite estar adelantada frente a otras fuerzas sociales. Se convierte en fuerza hegemónica política, económica y, esencialmente, cultural. Ocupa la estructura y la superestructura de la sociedad transformando al ser social en ser productivo. El hombre deja de producir para subsistir y lo empieza a hacer con el único objetivo de consumir. La producción no se piensa en función de satisfacer una demanda, sino que la producción la genera. De allí que los sociólogos desprenden las necesidades del hombre en “básicas” y “culturales”, por no darles el mote categórico y anti sistema de necesarias e innecesarias, respectivamente.
La ocupación del puesto de vanguardia intelectual blandiendo en sus manos la letra de los intelectuales franceses e ingleses (Voltaire, Rousseau, Smith, Hume, etc.) por parte de la burguesía, es una tarea ardua pero constante, que le permite instaurar un imaginario fundamental para que el capitalismo se asiente ideológicamente en el ideario de quienes incluso son sus víctimas. La propiedad, ante todo; y las formas de acumulación, tampoco se discuten. Son verdades irrefutables que en la actualidad no resisten el más mínimo análisis. Los que somos docentes e intentamos mostrar la lógica del pensamiento de Adam Smith y David Ricardo y oponerlas al sistema económico marxista sabemos de qué hablamos. En los jóvenes –y no tanto- de nuestra sociedad no se concibe la idea de que el capitalista, al invertir, deba tener alguna razón para repartir parte de sus ganancias; aún después de haber entendido que lo que produce riqueza es el trabajo y que los billetes guardados, uno encima del otro, no se reproducen; y más aún que las máquinas, sin la mano obrera que las trabaje, tampoco producen riqueza. Nada de eso parece inmutarlos. Y allí es donde el lenguaje adquiere una dimensión especial manido a la lógica de clase… ¡pero que la trasciende! Esa lógica, ese lenguaje, es propiedad universal y pertenece a cada color político y social, incluidos aquellos que al apropiarse de él son pisoteados por su propio discurso.
No es la misma canción de dos por tres…
Son innegables los avances logrados por las clases sometidas desde la Revolución Francesa en adelante, especialmente en materia jurídica. Pero –siempre hay uno o más peros- toda revolución, -ateniéndonos a la teoría de León Trotsky de la revolución permanente, a la que adherimos, sin por ello ser trotskistas, por cierto- al perpetuarse en el poder, se torna conservadora. Esta primera etapa, en la que el discurso burgués se apropia de las estructuras y superestructuras feudales avasallándolas y suplantándolas, puede considerarse concluida a mediados de la segunda mitad del siglo XIX, con la Segunda Revolución Industrial en marcha. Hasta aquí, salvo algunos mojones en la actual Alemania, el occidente europeo se halla en manos del poder burgués en desmedro del poder feudal. Pero el orden económico mundial impone un reordenamiento de aquellas geografías que no entienden las bondades del “dejar hacer/dejar pasar”. El colonialismo primero, y el imperialismo después, serán las herramientas políticas sustentadas en un par de fundamentos teóricos que le permiten al orden conservador burgués volver a la vanguardia discursiva, es decir, a la ofensiva.
Las políticas llevadas a cabo por el capitalismo se hacen sostenidas en conceptos que, de tan “lógicos” parecen inobjetables: civilización y progreso. El mundo “civilizado” debe convertirse en el “tutor” de ese mundo incivilizado, “bárbaro”. No puedo explayarme demasiado al respecto sin faltarle el respeto o plagiar al maestro Don Arturo Jauretche, quien nos cuenta cómo la madre que parió a todas las demás zonceras se instaló en nuestras pampas gracias a la hábil pluma del “padre del aula/Sarmiento inmortal”. La civilización, pues, se traduce aquí en la digitada –desde Europa- Guerra de la Triple Alianza, la feroz represión a las Montoneras de Felipe Varela y el “Chacho” Peñaloza y la masacre aborigen consumada en la Conquista del “Desierto”. El progreso se extendió rápidamente sobre nuestras tierras regadas de sangre dando paso a sus símbolos más aplaudidos: el alambrado delimitando infinitas extensiones sólo atravesadas por las vías de un ferrocarril destinado a satisfacer las demandas de los centros capitalistas y las ambiciones de los terratenientes locales. Los incivilizados caudillos del interior que deseaban proteger las industrias locales, el tirano paraguayo que había osado convertir al Paraguay en una potencia económica y los salvajes indígenas que defendían sus tierras sin ponerlas a producir, pasaron a formar parte de un pasado oscuro que debía quedarse allí, sepultado por millones de pies que vendrían desde la Europa nórdica con toda su rubiez a cuestas, porque la cuestión racial también debía resolverse. El positivismo, con toda su carga ideológica, era portadora del germen de una semilla teórica que su creador había utilizado para explicar el origen de las especies y los teóricos del imperialismo tomaron en su provecho: el darwinismo social. Con esta teoría, la supervivencia del más apto, se afirmaba que los pueblos –o razas- estaban divididos en superiores e inferiores y que los primeros tenían derecho a la conquista sobre los segundos y luego, guiarlos en el camino “culto” y “civilizado”.
Pero la estrategia sarmientina salió como tiro por la culata y los migrantes rubios y de ojos azules que se esperaban por estas tierras para suplantar a los oscuros bárbaros, se quedaron donde estaban. Sólo se atrevieron a venir a estas lejanas tierras los que no tenían nada que perder, es decir, los europeos de las regiones opuestas al deseado: los habitantes de la Europa pobre del sur, españoles e italianos, en su mayor parte, imprimiendo a nuestra nación una impronta cultural alejada de los valses y las oberturas clásicas, con sus tarantelas, pasos dobles y la carga sanguínea que los caracteriza, la “gente fea” que tan bien definió Beatriz Sarlo sin que podamos decir que se le “saltó la chaveta”. La realidad se impone sobre la lógica, pero nuevamente, el discurso homogéneo se instala para no irse. Los conceptos liberales burgueses quedan como verdades absolutas y hoy es imposible oponerse a la idea de progreso, por ejemplo, sin que ello nos lleve a ser tildados de milenaristas o fabianistas. De esta manera, el discurso homogéneo atraviesa el siglo XX siempre adelante, con pocas respuestas certeras desde el campo popular[4], pero siempre en actitud defensiva, siempre en respuesta al discurso instalado, con poca llegada a la masividad.
Say no more
En la actualidad, estamos adelante en términos políticos, con hechos concretos de gobierno; pero en términos discursivos, aún no, seguimos a la retaguardia. Los revuelos que se arman en función del “asco” de Fito Páez o de la definición de “enemigo” por parte de Hebe de Bonafini, no son pocos. La condena hegemónica nos sitúa detrás de la avanzada y tratando de “aclarar” lo que quisieron decir, casi pidiendo disculpas y, abonando esta hipótesis, a la defensiva. Mucho se ha dicho y se dirá sobre ambos casos, pero quiero ocuparme de aquellas cuestiones que no provocan el más mínimo susto aún en aquellos compañeros del campo nacional y popular que a mi entender están quedando atrapados por esta telaraña discursiva.
Una de las estrategias discursivas que avanza a puro galope es la de la “convivencia en democracia” a través del “acuerdo” porque la sociedad ya no quiere más “confrontación”. ¿Qué otra cosa es la democracia que la confrontación, la oposición de ideas? De esta manera, se intenta vaciar de contenido todo debate, toda postura y hasta la elección de cada votante. Acabo de escuchar a Gabriela Michetti en el programa de Petinato expresando que la victoria aplastante de Cristina Fernández de Kirchner fue producto de una oposición ligada a un viejo estilo de hacer política. ¿Acaso el macrismo no representa a la vieja escuela neoliberal, incluso con sus “nuevas formas de hacer política” con escuchas telefónicas y vaciamiento de la salud y educación públicas, entre otras cosas? Cuando se le atribuye a la “forma” con discursos tales como “ahora que ganamos invitamos a todos a ser parte de esta nueva etapa” –tal el discurso de Macri luego de su triunfo-, se está sometiendo, mediante una estrategia discursiva, a la opinión pública, a un juicio de valor sobre lo bondadoso y generoso de ese discurso poco confrontativo que, en definitiva, nos dice entre líneas “ahora que ganamos invitamos a todos a hacer lo que nosotros queremos porque si no van a quedar como unos desacatáus del mandato popular”. Es muy distinto del discurso presidencial que invita a deponer la agresión –nótese la diferencia entre el concepto de agresión y el de confrontación; no digo nada novedoso al afirmar que los discursos presidenciales son impecables piezas de oratoria- sin abandonar las ideas, a apenas pocas horas después del triunfo del 14/8. Debe haber enfrentamiento, debe haber confrontación; nadie habla de tomar las armas –algo que la Constitución, incluso, invita a hacer en caso de ser violentadas la voluntad popular y los preceptos que la rigen-, pero no me pidan que “acuerde”. Con ciertos adversarios, no puedo. Y con los enemigos… No quiero. Al fin y al cabo, les diría: ¡Es la ideología, estúpido!


[1] Con perdón del anglicanismo, utilizado, en este caso, por pura convención.
[2] Los subtítulos son una referencia y homenaje a la vez a uno de los más grandes artistas argentinos de la Historia: Charly García.
[3] Dickinson, H. T., Libertad y propiedad. Ideología política británica del siglo XVIII, Buenos Aires, Eudeba, 1981.
[4] O no tan pocas, pero siempre con poco acceso a la difusión ideológica. Como ejemplo, citaremos a dos maestros que se imponen a fuerza de militancia plena, sin claudicaciones. Véase Jauretche, Arturo, Manual de zonceras argentinas, Buenos Aires, Peña Lillo, 1988; y Galasso, Norberto, No lo dejemos ahí, Buenos Aires, Editorial Felipe Varela, 1987.