martes, 28 de enero de 2014

LA RESPONSABILIDAD DE LOS INTELECTUALES


LA RESPONSABILIDAD DE LOS INTELECTUALES

 

Noam Chomsky nos indica, en un viejo artículo de los 60 que lleva este mismo título, que el deber de los intelectuales consiste en decir la verdad y denunciar la mentira; es el principio básico y la responsabilidad máxima de un intelectual, para evitar, con ello, los grandes males que aquejan a sus países. Ello, nos conduce al viejo dilema de establecer quién conoce la verdad y cuántas verdades hay.

En un mundo como el actual, el acceso a la información está ampliamente facilitado para el ciudadano común, inclusive. Lo que permite que el intelectual tenga más posibilidades de analizar la realidad y llegar a la verdad, o SU verdad, si se quiere de este modo.

También los pueblos tienen un grado de responsabilidad sobre lo que sucede en sus países, aunque el alcance es mucho menor. Cuando la información es restringida o se encuentra sesgada, la manipulación informativa influye para que la masa ignore ciertas aristas de la realidad a las que no les resulta sencillo acceder. Ello es objeto de debate, nos dice Chomsky, tanto para determinar la responsabilidad del pueblo alemán y su complicidad ante el nazismo así como la del pueblo norteamericano ante Hiroshima, Nagasaki o Vietnam. Los pueblos, aunque menor su responsabilidad, son también los artífices de los flagelos que sus naciones cometen.

Hay excepciones comprensibles, claro. En nuestro país, la pasividad popular ante el avance dictatorial durante la dictadura de 1976, no fue siempre cómplice. El terrorismo de Estado tuvo como premisa la instauración del miedo en la población lo que conllevó inmediatamente al quebranto de los lazos solidarios que históricamente caracterizaron al pueblo argentino. Pero la aplicación de la teoría de los dos demonios no cae del cielo como una revelación de Samás, Ra, Buda o Jesucristo. Es, ni más ni menos, que una producción intelectual. Es decir, que los intelectuales producen de acuerdo a opiniones formadas, preconceptos, lecturas tendenciosas o intereses creados. Pero jamás lo hacen desinformados. A lo sumo, descartan cierta información por considerarla improcedente aún antes de haberla analizado, y esto porque desconfían de la procedencia. Ejemplos hay muchos y ya nos extenderemos sobre ellos.

Intelectuales hay de toda laya. Están quienes se equivocan honestamente, es decir, muchos. Están quienes pretenden no equivocarse y se convencen y quieren convencer a todos que lo que plantean es irrefutable; es decir, muchos más aún. Y los hay quienes intentan plantear sus teorías dejando puertas abiertas a los interrogantes y no dando por sentado más allá de lo que se intenta probar con los elementos que uno dispone; que no son muchos. Pero los hay quienes se ponen al servicio de intereses que los contienen de diversas maneras (ideológicamente, económicamente, socialmente, etc.) y acomodan las teorías que desarrollan de acuerdo a esos intereses. Y para que se acomoden, mienten, ocultan información, ignoran otra o descalifican al oponente con distintas artimañas para lograr imponerse. Son los mandarines, como los llamó Chomsky y popularizó el “Indio” Solari en una canción de los 90. Para ellos todo vale.

Estos mandarines pueden hablar sin ton ni son, y ya veremos algunos ejemplos de la política o la Historia doméstica. Uno de ellos, basándose en las fuentes gubernamentales de los Estados Unidos, Arthur Schlesinger, alegó en 1962, que los vietcong habían sufrido 30.000 bajas en una tropa regular de 15.000 guerrilleros (“A thounsand days”, p. 982, 1962). Por supuesto que lo hace en un momento en que se produce la escalada armamentista del complejo militar industrial y, además, se promueve la participación del imperio en Indochina, cuando nadie aún tenía conciencia de en qué parte del mapa ubicar la región.

¿Se puede ser honesto intelectualmente en medio de tantos conflictos de intereses? Se puede. Resulta difícil, pero se puede. Está la idea masificada de que un intelectual, si trabaja para alguien, responde a los intereses de su salario. Algunos pueden hacerlo. Muchos. Otros no. Los menos. Pero los hay. Citaremos un ejemplo clarísimo, que se da en el sitio más inesperado, el del periodismo deportivo: es el caso de Ezequiel Fernández Moores. Este incisivo periodista que investiga los intrincados intereses que se manejan alrededor del mundo de la pelota y las instituciones que lo manejan, analiza el negocio del balompié en el contexto del capitalismo salvaje. Hace ya varios años que el Diario Olé, del Grupo Clarín, lo echó; también es cierto que un grupo periodístico con intereses similares a Clarín no quiso perderse su calificada pluma y lo llevó antes que alguien se lo quite. Hablamos del Diario La Nación. En ningún caso, este periodista dejó de escribir como lo hizo siempre, sin importarle a quién tuviera enfrente; su calidad lo mantiene a salvo y siempre encontrará trabajo. Pues ése es el mayor miedo y la peor excusa que utilizan estos mandarines: “tengo que comer”, se convierte en la bandera que encolumna a muchos detrás del vil metal y por la que venden su pluma y su ideario. En el otro extremo, Gustavo Grabia mantiene su puesto en el mismo diario deportivo porque a pesar de hacer una cuidadosa investigación sobre la barra brava de Boca Juniors, se cuida muy bien de no denunciar los negociados y las relaciones que, aún hoy, mantiene un ex presidente del club volcado luego a la política y con recientes aspiraciones presidenciales.

Hablar de honestidad intelectual, en este caso, sería una investigación que deje a Mauricio Macri en el lugar que debe quedar, más allá de los negocios e intereses que mantenga el Grupo Clarín, empleador de Grabia, con quien quiere ser futuro presidente de la Nación (Podemos hablar de casos más notorios y evidentes, pero decidimos no caer en los mismos remanidos ejemplos; ellos, quedan a criterio de ustedes, queridos lectores, diría una famosa modelo caída en desgracia).

¿Se puede ser honesto intelectualmente y adherir a una ideología? Es éste otro de los grandes interrogantes que suelen plantearse. Porque claro, quien defiende una ideología va a opinar en función de ella y acomodar sus sentencias de acuerdo a esos intereses. De ello, hay mucho. También hay salarios de por medio. (Sin ir más lejos, he sido acusado varias veces de cobrar un salario por opinar como lo hago, aunque mis ingresos provengan de una profesión que requiere de ciertos conocimientos para llegar a ocupar un espacio y luego así, obtener un salario -que tampoco es muy generoso, que digamos, pero que sirve para vivir dignamente-). Porque hay intelectuales trabajando para políticos y partidos que salen a defender lo indefendible y argumentan lo inexplicable. O entidades de “bien público”, sin “fines de lucro”, conocidas como ONG’s. Estas entidades o fundaciones no tienen otro fin más que el de forjar ideología, casi y tal como lo hacen los medios de comunicación de los que se sirven para difundir su accionar. Los casos más notables son la Fundación Mediterránea, que lo hace abiertamente, o Greenpeace, que lo hace veladamente.

Las ideologías son sistemas de pensamiento que engloban un ideario abarcativo, que incluye lo económico, lo político, lo social, etc. Hacemos hincapié desde este espacio en lo ideológico, porque la ideología es algo que toda persona tiene. Aún aquellas que se dicen “independientes”. Cuando se habla de la inclusión social, uno no está creando nada nuevo. Lo mismo cuando se habla de que los habitantes de la provincia de Buenos Aires no deberían usar los servicios públicos estatales (educación, salud, etc.) de la Capital Federal. No estamos hablando de teorías novedosas. Cuando escuchamos hablar a alguien que nos parece que emite un brillante y atinado comentario, no está creando ideología; la tomó prestada de alguien a quien escuchó o leyó. Quienes producen ideología o teorías son menos de los que quisiéramos; son muy pocos. Los demás, somos consumidores. La producción intelectual es portadora de ideologías. Todos la consumimos y optamos (algunos) por la que nos parece más apropiada o tomamos (muchos) lo poco que recibimos de acuerdo a nuestros condicionamientos socio-culturales. Condicionamientos que nos obligan a “pertenecer” según cómo fuimos educados, ya que sería imposible que un Alfa Romeo entre en Fuerte Apache con ánimos de hacer amigos, así como el de ese barrio no podrá tener éxito intentando lo mismo en los bares de Recoleta. Aunque esto es harina de otro costal y tema para debates más amplios.

La honestidad intelectual ideológica va de la mano con el rigor científico. Un intelectual sabe cómo investigar para verificar la información, tanto como lo sabe el periodista que se llena la boca informando sobre el “chacal” que produjo la “masacre de Pompeya” y una década después tiene que desdecirse por padecer de pereza investigativa o intelectual e informar debidamente. Así como el periodista que informa sobre las carencias de la provincia de Formosa, reales, por supuesto, sin informar que esas carencias siempre estuvieron (¿es necesario aclarar que Formosa es, históricamente, una de las provincias más pobres del país?) y si en realidad hubo avances o cambios estructurales en esa realidad. Un estudio intelectual medianamente serio, requiere al menos esa premisa básica: el análisis comparativo forma parte del ABC analítico en el trabajo del intelectual. Olvidarlo no forma parte de las posibilidades; un gomero no desarmaría jamás una goma pinchada para volver a armarla sin ponerle el parche. Esa sería la analogía pertinente.

No existen ideologías, gobiernos e intereses perfectos y puros. Todo es perfectible y el intelectual debe defender aquello que considera correcto con armas limpias y sin dejarse arrastrar por el calor de las ideas que se apropia a menos que la nobleza de sus intenciones acuerden con la nobleza de sus postulados. Investigar y corroborar la información y determinar las fuentes de la misma, así como los intereses que la mueven, es un deber elemental de un buen intelectual. Y repetir falsedades o falacias desde la tarima del sofista, nos convierte en títeres de voluntades ajenas y nos mueven a jugar juegos que jamás quisimos. El último ejemplo: no existe una sola fuente (ni una sola) que corrobore la participación de Alicia Kirchner en cargos ministeriales durante la última dictadura. Todo lo referente a esta información está en potencial (que es el lenguaje del intelectual para evitar demandas judiciales, y el tiempo verbal indica que podría ser como no) y la justificación de la falta de documentación que la avale se debe a que “habría” sido destruida. Mientras nada se prueba, se populariza la colaboración de la actual ministra con la dictadura, cual si nada importara. El otro extremo, es el probado cargo público que ejerció Elisa Carrió en la Justicia chaqueña. Pero confundir ese cargo menor (al decir de cierto CEO mediático) con una participación genocida es, a mi entender, al menos exagerado. Hoy por hoy, cada una de estas dos mujeres se lavan o condenan por sí solas en su accionar. No necesitan de burdas operaciones mediáticas movidas por intelectuales al servicio de cualquier ideología. Un intelectual debe saber cuáles son los parámetros para analizar realidades políticas, más allá de cualquier ideología. Venerar al ex presidente Humberto Illia como democrático (siendo que colaboró con la prescripción de la mayoría política) sólo porque fue “honesto”, no alcanza para determinar las virtudes políticas de nadie. Otro que también fue “honesto” y murió habitando la misma vivienda que tenía antes de ser presidente, fue Jorge Rafael Videla. Y difícilmente podemos asegurar que su honestidad sea una virtud que añoráramos para recuperar valores que creemos perdidos. Se recuperó la credibilidad en la clase política y la política como herramienta de cambio. Y no es poco. La perfección y la superación de errores son una construcción diaria que, en este clima social, tiene muchas chances de producirse. Lo demás, es cháchara, diría un oscuro personaje ligado al peronismo de los 70 y 80.