miércoles, 3 de julio de 2013

La revolución es una quimera eterna...



La revolución es una quimera eterna…

“Cerca de la revolución
El pueblo pide sangre,
Cerca de la revolución…”
(Charly García, “Cerca de la revolución”)

La política debe estar y debe surgir, necesariamente, de la insatisfacción. La voluntad de participar y militar por una causa que se supone más justa, lleva en sí misma un ansia de cambio que difícilmente puede ligarse a la satisfacción. Las ganas de cambiar lo que está mal y de mejorar lo que se ve defectuoso, es la que nos lleva a plantearnos la participación y la promoción del cambio político por una propuesta superadora. Esa voluntad de cambio puede tener distintas connotaciones y las formas de definirlas han ido variando con el correr del tiempo; así como también se ha modificado el significado del concepto encerrado en la misma palabra. Los que estamos en Historia sabemos cómo el devenir es dinámico, incluso para el lenguaje. No podemos ignorar que el sentido de las ideas también es parte de esa evolución.
Cambia, todo cambia…
La conceptualización es parte esencial de toda ciencia. Y así como las sociedades, los conceptos y las ideas también son parte del devenir histórico. Y tal como a los cambios y alteraciones, también las personas y las sociedades son resistentes a las modificaciones en las ideas, en las estructuras mentales. Y nos cuesta entender cómo esas ideas pueden llegar a modificarse, cómo es posible que antes lo que hoy se considera como cierto en el pasado hubiera sido de otro modo y en el futuro sea dudoso e incierto. Pero para que esto no se convierta en un divague intelectual, vayamos a los ejemplos concretos.
El concepto de tecnología es quizás uno desde siempre, pero ha sido tomado desde sus diferentes acepciones y con diferentes sentidos. Los docentes sabemos que, al dar una clase de Historia, nos topamos con la incomprensión de los alumnos que no alcanzan a dimensionar lo que es la tecnología. El paso de la piedra tallada a la piedra pulida, del Paleolítico al Neolítico, supuso un avance tecnológico que llevó miles de años concretar para la humanidad. Pero a los chicos no les entra en la cabeza la idea o el concepto de que algo comprenda tecnología cuando no lleva un microchip. Las primeras herramientas hechas a piedra y madera no son vistas de otro modo que utensilios artesanales (que lo son), pero no como tecnología. ¿Cuál es la diferencia entre lo que son a fines prácticos y lo que son conceptualmente hablando? Que esos utensilios artesanales lo eran y lo son en la actualidad; pero hoy, apenas son un accesorio irrisorio fácilmente reemplazable por más y mejores herramientas realizadas con tecnología de punta, es decir, de última generación. Aquella tecnología es, además de obsoleta, anacrónica. Por eso nuestra sociedad no la percibe como tal. Pero en su momento, no puede negarse que fue tecnología.
Millones y miles de años pasaron  entre los diversos saltos tecnológicos y los últimos se dieron de manera abrumadora, casi en un abrir y cerrar de ojos, si comparamos el avance tecnológico de la piedra con el de la comunicación a distancia, por ejemplo.
Cambiaste de tiempo y de amor,
De color y de fronteras;
Cambiaste de sexo y de Dios,
y de música y de ideas…”
(Charly García; “Viernes 3AM”).
Los sistemas políticos y económicos también tienen sus tiempos históricos y sus evoluciones (o involuciones, depende de cómo quiera vérselos). No descubro nada nuevo al comentar esto, pero no está mal recordarles a nuestros amigos de Historia Nacional y Popular que la Historia fue dividida en edades y las mismas se corresponden con unos sistemas económicos y políticos, respectivamente, que describiremos a muy grandes rasgos y con las imprecisiones y falencias a que nos puede llevar el exceso de resumen.
A la Edad Antigua le corresponde el modo de producción esclavista como forma económica, de acuerdo a la acepción de Marx, a la que adherimos, y la forma política que la hace posible es el imperio. La conquista imperial permite esclavizar y sostener esos grandes dominios que a todo lo hicieron posible: desde Sumeria a Roma, pasando por los persas y los griegos, la esclavitud hizo posible cada uno de esos logros que la llamada “civilización occidental y cristiana” reivindica como propias, como fruto del progreso y la madurez intelectual y científica, especialmente en el caso de los griegos y romanos.
A la Edad Media le corresponde el modo de producción feudal como forma económica y política. Aquí el poder político se halla disperso y su monopolización tiene un carácter religioso: el Papa es la máxima autoridad política del “continente” europeo. La servidumbre fue posible gracias a la dispersión política y la inexistencia de Estados poderosos con capacidad para ejercer el control militar y policial de los territorios. Este queda, entonces, en manos de los señores feudales, que se convierten en la figura política, económica, militar y judicial de los feudos. Los reyes no tienen jurisdicción más que nominal sobre el territorio de estos caballeros, con quienes tienen que hacer constantes acuerdos para tenerlos de sus lados.
A medida que el tiempo avanza hacia el presente, se complejiza el análisis y, por lo tanto, también sus conceptualizaciones políticas, económicas y sociales. Pero también, los tiempos políticos, como en la tecnología, se tornan vertiginosos.
La Edad Moderna no tiene, en la concepción marxista de la Historia, más que una definición imprecisa que es un modo de producción precapitalista, con predominio, en su forma económica, del mercantilismo. Al mercantilismo no se lo considera capitalismo, a pesar de que la acumulación de capital figura entre sus principales virtudes, puesto que su forma de acumulación no está basada en la plusvalía (ya hablaremos de ello, luego) y además, gran parte de Europa se encuentra aún bajo el predominio del modo de producción feudal, por eso es una etapa de transición entre el feudalismo y el capitalismo, muy bien descripta por Perry Anderson. Su forma política predominante será más compleja: la monarquía absoluta, de fronteras adentro, y hacia afuera, en lo que Immanuel Wallerstein denominó “economía-mundo”, la colonia o el colonialismo se presenta como forma de dominación y América como el continente paradigmático en tal sentido.
La evolución del mercantilismo comercial derivó en una nueva forma de apropiación que rompió con todas las estructuras conocidas. El capital acumulado comienza a invertirse con la finalidad de volver a reproducir esa acumulación, pero a mayor escala. La idea de ganar más y más se hace carne y el salario comienza a generalizarse con la aparición de la fábrica y ya nada vuelve a ser lo mismo. Aparece pues, la plusvalía y, con ello, el capitalismo. La plusvalía, explicado en pocas y groseras palabras, es salario no pagado; esa parte de la ganancia que genera el trabajo del hombre y que se lo apropia el dueño de la fábrica. Por eso mismo, Marx define al capitalismo como el sistema de producción basado en la acumulación de plusvalía. Y aquí la forma política correspondiente se plasma bajo el signo de las naciones. Los países aparecen como formas políticas y unidades territoriales con formas de gobierno determinadas: la monarquía comienza a ceder ante el avance de las repúblicas burguesas y, más tarde, los socialismos rebeldes al imperio del capital.
“Si algo ha cambiado eso es nosotros
 El otro cambio, los que se fueron.”
Litto Nebbia; “El otro cambio, los que se fueron”.
Ahora sí, vamos al nudo del asunto. Estas conceptualizaciones, no son otra cosa que esquematizaciones teóricas para una mayor comprensión de la ciencia que estamos estudiando, la Historia, y para una compartimentación a fines de estudiarla con más facilidad. El mismo Marx nos aclara que los modos de producción son sistemas ideales que nunca se presentan en estado puro. Por lo tanto, conviven en cada sistema político, formas económicas, sociales, etc., que pertenecen a otros modos de producción y reciben el nombre del modo de producción con mayor “presencia”, digamos. ¿O acaso no tenemos como mejor representante de la sociedad feudal en el capitalismo contemporáneo, a los personajes de la nobleza europea que salen en las revistas de la alta sociedad como “Hola”? ¿No recorrió el mundo la foto de la duquesa de Alba, casada con un joven a quien triplicaba en edad? ¿Acaso el de duquesa no es un título nobiliario medieval? ¿Acaso ser reina de Holanda, de lo que muchos argentinos presumen, no es un vestigio de un sistema político decadente?
Los conceptos se transforman todo el tiempo y, contra ello, las personas luchan por sostenerse en los sistemas políticos que les brindan la posibilidad de poseer una hegemonía de poder. Por ello, las personas, las clases sociales, insisten en mantener su hegemonía y sostenerse en la cima generando tensiones y conflictos propios de la Historia; “la Historia de la humanidad es la Historia de la lucha de clases y de la explotación del hombre por el hombre”, diría Carlitos Marx. Las clases dominantes luchan por conservar el orden en el que predominan hegemónicamente; y el devenir histórico de los pueblos avanza, irremediablemente, hacia el cambio de esas estructuras, pugnando por cambiar lo que las clases dominantes luchan por conservar. La tensión entre concepto y sistema político se define a favor del cambio: ambos lo hacen, ambos se transforman. El concepto va mutando porque las estructuras de análisis son rígidas sólo hasta que cambian en el terreno de la praxis; y los sistemas políticos se transforman porque la naturaleza histórica los obliga.
De esta manera: ¿el capitalismo hoy día es el mismo que el que analizaba y definía Marx? Definitivamente, no. El capitalismo hoy en día (sin adentrarnos demasiado porque no es el tema convocante) no se basa en la acumulación de capital por medio de la plusvalía. En la actualidad, me atrevo a definir (y disculpen la osadía) que estamos atravesando una transición que, de acuerdo a los tiempos históricos, puede llevar como mínimo unas varias décadas, y que este momento de “capitalismo financiero” (ya la acumulación se produce a través de la especulación de la renta financiera más que de la apropiación de plusvalía) derivará en toda eliminación de capitalismo.
“Si algo ha cambiado, eso es nosotros
por suerte, hermano, después de todo
sobrevivimos a la gran pálida:
mata podernos encontrar”
Alejandro Del Prado; “Tanguito de Almendra”
Y dentro de estos cambios y conceptualizaciones, el concepto de revolución se nos vuelve complejo, difícil de atrapar aunque no imposible. Este concepto supone el cambio radical de las estructuras económicas sociales y políticas; se sabe, además, que ese cambio no afecta inmediatamente las superestructuras (jurídicas, culturales, mentales, etc.) que son menos propensas al cambio. En una revolución, el poder cambia de mano y muda de una clase social a otra, porque en política, siempre, lo que está en juego es la toma del poder. No necesariamente ese cambio de manos en las relaciones de poder representa siempre una evolución: la revolución neolítica (la agrícola y urbana, años 5.000 a 3.000 a.C. aproximadamente) significó la aparición de las estructuras de dominación, la aparición de las clases dominantes, de los primeros Estados y de relaciones económicas de poder, por ejemplo. Los saltos evolutivos en la Historia de la humanidad, los cambios de edades, no fueron siempre producto de la lucha de clases: la rebelión de los esclavos no acabó con el modo de producción esclavista y la rebelión de los siervos no existió para dar fin al modo de producción feudal. Los cambios fueron producto del estallido de las propias contradicciones de cada sistema económico y del agotamiento de las condiciones en las relaciones de poder. Pero el último gran cambio de era, de la Edad moderna a la Contemporánea, sí fue producto de la lucha de clases y la burguesía pone fin a las monarquías agudizando esas contradicciones y acelerando los cambios. El cambio revolucionario, el de la Revolución Francesa, se presenta conflictivo, pero sobre todo, violento. El resto de las grandes revoluciones sostenidas en el tiempo de manera más o menos continuada, debieron darse definitivamente de forma violenta: los procesos emancipatorios de las colonias americanas, la Revolución Rusa, la Revolución Cubana, etc. De allí que el concepto de cambio revolucionario encierra la trampa de la brusquedad y la violencia como condición sine qua non para ser considerado como cambio revolucionario.
Pero, hete aquí el quid de la cuestión, las revoluciones tuvieron distintas formas a lo largo del tiempo y no siempre se expresaron de manera violenta, como acabamos de ver. ¿Podemos afirmar, entonces, que se hayan producido revoluciones o cambios revolucionarios dentro del capitalismo sin que medie la violencia? Y siempre, irremediablemente, cuando hablamos de algo que la ortodoxia marxista y el liberalismo europeo no contemplan en los libros de Historia, debemos volcar la mirada al peronismo.
El peronismo se constituye en alternativa de poder desde y al margen de los sectores dominantes. Se constituye desde dentro del poder y, como una fuerza centrífuga y centrípeta expulsa e incluye. Expulsa a los sectores de poder tradicionales; incluye a los postergados. Ese vaivén no es rígido, sino que, por las características propias de las superestructuras de toda sociedad capitalista, hay sectores postergados que se sienten incluidos y sectores dominantes que aborrecen las injusticias del sistema. Por ello, hay una composición socioeconómica variopinta en el movimiento. Reflejo de la sociedad, por supuesto. Y en esto no se diferencia de cualquier otro movimiento, por más que ciertas ortodoxias lo quieran ver distinto; por ello, Marx y Engels no tenían una procedencia de clase obrera, precisamente, ni Adam Smith era representante de la burguesía, aunque sí de sus ideas. El peronismo se erige revolucionario incluyendo a todos los sectores sociales en su seno, y eso es lo que lleva a dudar a la ortodoxia sobre su carácter revolucionario. Y allí es donde avanza, sin parecer pero siendo, cambiando estructuras, revolucionando, modificando e imponiéndose como alternativa de poder concreta. La clase obrera se integra social, política y económicamente. Las conquistas sociales para los sectores postergados se convierten en parte de las superestructuras de manera veloz, vertiginosa, de modo que ya no hay forma de volver atrás. La revolución, ya se hizo: los obreros integrados y con una movilidad social ascendente ya son parte de la realidad concreta de los argentinos cuando se produce el golpe de Estado de 1955. Al intentar retornar a la Argentina pre-peronista, la realidad les demuestra que eso era imposible.
Sostener la revolución peronista resistiendo al avance militar implicaba una guerra civil que el propio Perón se empeñó en evitar. Porque es posible convertirse en alternativa de poder sin los sectores del poder dominante, sólo mediante una revolución radical –entendiendo a una revolución como un cambio brusco de las estructuras políticas, económicas y sociales que modifiquen las relaciones de dominación y subordinación entre las clases sociales en pugna-, lo cual no se daría en términos pacíficos y, por supuesto, en una situación de correlación de fuerzas absolutamente desfavorable. Esa derrota, Perón lo sabía, derivaría en un fuerte retroceso de los avances logrados.
El carácter plenamente revolucionario de su gobierno es algo admitido aún hasta por los historiadores antiperonistas más emblemáticos, como Tulio Halperín Donghi, quien lo reconoce desde la redefinición de las relaciones entre los grupos sociales[1] y en la transformación en el equilibrio político-social y la ruptura con todas las tradiciones políticas previas[2].
“Cambios, cambios, necesitamos,
¡Cambios!”
(Pappo; “Héroes del asfalto”).
¿Qué decir entonces del kirchnerismo? América Latina está viviendo tiempos de cambios acelerados y compulsivos. Lo que parecía imposible, luego de diez años de menemismo casi se logra, que es la eliminación de los avances conquistados por el propio Perón. Ecuador, Bolivia, Brasil, Venezuela, Uruguay y Argentina recuperaron las políticas de los nacionalismos populares previos y Lula recupera lo mejor del varguismo así como Kirchner devuelve a la Argentina lo mejor del peronismo. El resto, se abre paso a los golpes para crear nuevos nacionalismos populares de carácter indiscutiblemente revolucionarios. La incorporación de los sectores postergados por parte de Chávez y Correa, no se discute. La irrupción de los pueblos originarios mayoritarios en la sociedad boliviana y reconocidos ahora por Evo, no merece la más mínima duda. Pero la composición social (más urbana y clase media) y las experiencias políticas previas de sus propios nacionalismo populares, hace que los cambios impulsados por el lulismo y el kirchnerismo parezcan menos radicales. Y el conservadurismo de la sociedad uruguaya, que no se atreve, al igual que el poder brasileño, a juzgar a sus propios militares asesinos, por ejemplo, hace que los avances se vean frenados por coyunturas mezquinas, lo cual no signifique que sus cambios no hayan logrado avances favorables a los sectores más postergados.
La duda que se plantea es: ¿Cómo es posible que se atreva a afirmar que el proyecto nacional y popular argentino sea revolucionario, siendo que no acaba con los poderes establecidos? ¿Se puede ser revolucionario con Monsanto, la Barrick y la mar en coche? Nos remitimos a lo dicho previamente y… si. Vivimos en una sociedad culturalmente capitalista, con una contradicción enorme entre aborrecer los estragos económicos del capitalismo y adorar los placeres materiales que nos brinda. Romper con las estructuras y superestructuras del sistema implica ir en contra de lo que la sociedad quiere. Romper con los poderes establecidos supone avanzar sobre intereses y privilegios que aún gran parte de esta sociedad defiende aunque no le pertenezcan. El avance sobre las retenciones a la renta extraordinaria a las exportaciones sojeras, lo demostró: aún la autodenominada “izquierda” marchó por las calles del país defendiendo los intereses de los sectores terratenientes. A su vez, acabar con el monocultivo de soja es acabar con una ventaja natural (Adam Smith estaría chocho de poder ser citado por un peronista) que, hasta el momento, nos permite avanzar como sociedad en las políticas sociales internas y en los compromisos financieros internacionales. Se habla también de que para ser revolucionario no hay que pagar la deuda. Entonces habría que poner, junto a la bandera del Che, la de Adolfo Rodríguez Saá, que planteó el no pago pero jamás, ni aún como candidato, intentó proponer avances como los ya logrados.
La sociedad no quiere cambios bruscos. Pero menos aún, está dispuesta a tomar las armas para detener el avance de los intereses financieros internacionales ni de los sectores tradicionalmente dominantes de la Argentina. En muchas casos, sabemos que hasta implicaría tener que disparar contra el pariente o amigo gorila que defiende a Videla o está a favor del campo u odia que los “negros” cobren sus distintos planes de asistencia social, aunque quien se queja no esté despotricando desde el púlpito de la Sociedad Rural sino desde un barrio bajo de La Matanza.
Dentro de lo que las superestructuras mentales permitieron, se lograron avances revolucionarios: recuperar las paritarias; incorporar a todo el universo de viejos a una jubilación aún sin haber hecho aportes; generar condiciones de estudio más dignas con alumnos alimentados, bien vestidos y con recursos materiales y tecnológicos; nacionalizar, de a poco, para recuperar el patrimonio nacional; realizar una política de ampliación de derechos que ya no tiene forma de retroceder (matrimonio igualitario, muerte digna, etc.) y poner sobre el tapete para avanzar más en tal sentido (despenalización del consumo de drogas, ley de interrupción del embarazo, etc.) y tantos logros más, no pueden tomarse a la ligera. Perón también gobernó con el sector tradicionalmente dominante presente y expectante; y ya nadie niega su carácter revolucionario. Negarle las mismas virtudes a este gobierno porque comete los mismos “pecados” que en su momento mereció el mismo cuestionamiento, no es de análisis serio, sino de necios. Quien quiera oír… ¡Que oiga!


[1] Halperín Donghi, Tulio, La larga agonía de la Argentina peronista, Buenos Aires, Ariel, 1994, p.26.
[2] Ibídem, p. 18.